F. Čapek, Archaeology, History, and Identity Formation of Ancient Israel, Karolinum Press, Prague 2024(2018), 256 pp. ISBN 978-80-246-5417-1 / ISBN PDF 978-80-246-5525-3 / ISBN EPUB 978-80-246-5526-0.
El libro que aquí reseñamos es la traducción al inglés de una obra publicada originalmente en lengua checa. Cabe destacar que, si bien la primera versión data de 2018, su contenido fue actualizado, incorporando bibliografía más reciente, hasta 2024. Su autor, Filip Čapek, es teólogo de la Facultad Teológica Protestante de la Univerzita Karlova, también conocida como Universidad de Praga, donde además encabeza el Departamento de Estudios Bíblicos. Cuenta con experiencia en trabajo de campo en sitios como Ramat Rahel, Khirbet Qeiyafa y Tel Moza, entre otros, gracias a los cuales estableció vínculos con reconocidos arqueólogos de la Universidad de Tel Aviv y de la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Luego de la lista de figuras y de tablas, de las abreviaturas que se utilizan en el libro, y de los agradecimientos de rigor, comienza la introducción (17-23), donde expone de manera clara su metodología, la cual considera por igual tanto la cultura material no escrita, como la literatura antigua y los textos bíblicos, pero sometiendo cada uno a crítica antes de ponerlos en relación. En especial los textos bíblicos, los cuales no solo fueron redactados de manera tardía, sino que cuentan con múltiples etapas de revisión y de ampliación, donde solo se conservaron los datos que encontraban más relevantes, que a su vez se transmitieron de determinadas maneras según los fines que perseguían sus redactores. Basándose en las propuestas del egiptólogo Jan Assmann, el autor recurre al concepto de mnemohistoria, por lo que es posible plantear que estos escritos transmiten una memoria conectiva que no solo servía para reinterpretar el pasado en función del presente, sino también para establecer una diferenciación con la que se buscaba reconfigurar una identidad en particular: la israelita. Acerca de esta cuestión, que es el tema central del libro, Čapek deja en claro que no puede hablarse de un único Israel, pues era un término que se empleaba para designar distintas entidades que también atravesaron profundos cambios durante los más de quinientos años que abarca este estudio. En efecto, hacia el final de la introducción el autor presenta la cronología, que se ubica a mitad de camino entre la Cronología Alta y la Cronología Baja, remitiendo a la ahora conocida como Cronología Convencional Modificada, según la cual la Edad del Hierro contaría con los siguientes períodos y fechas: Edad del Hierro I (1200/1140-970 a. C.), Edad del Hierro IIA (970-840/830 a. C.), Edad del Hierro IIB (840/830-732/701 a. C.), y Edad del Hierro IIC (732/701-605/586 a. C.).
Antes de avanzar con el siguiente capítulo, es menester resaltar que el autor deja en claro que este trabajo culmina con más preguntas y “encrucijadas interpretativas” (17) que respuestas, lo que se refleja en toda la obra, donde muchas veces los interrogantes quedan abiertos y se prefiere contemplar la multiplicidad de opciones posibles. Más allá de lo anterior, Čapek no deja de plantear sus propias ideas, resultando varias de ellas estimulantes, pues sirven como insumo para seguir futuras líneas de investigación. Adelanto aquí algunas de las que nos parecieron más atractivas: que los reinos de Israel y de Judá, si bien puede ser que hayan tenido orígenes independientes, se unificaron a comienzos de la Edad del Hierro IIB, aunque Judá en una posición subordinada respecto de las dinastías omrida y nimshida/jehuita; que, justamente debido a esta unificación, la corte judaíta había adoptado desde temprano tradiciones de origen septentrional; que durante el siglo viii a. C. el reino de Judá comenzó a independizarse, objetivo que habría logrado a mediados del mismo siglo; y que esta independencia venía de la mano con una fuerte resignificación de las tradiciones compartidas, por ejemplo, reescribiendo la historia dinástica. Por cierto, resulta de interés notar que todos los capítulos del libro, así como la introducción y la conclusión, cuentan con breves epígrafes, donde desfilan citas de Julius Wellhausen, de William Dever y de Hans Barstad, entre otros. Lamentamos, sin embargo, que el autor no indique ni el año ni la página de las citas, lo que dificulta entonces su búsqueda por parte del lector.
Ahora sí, el segundo capítulo se titula “Origins (Late Bronze Age to Late Iron Age I)” (24-33). No obstante, en lugar de orígenes, el autor termina hablando de sustrato, en el sentido de que, si bien este período se caracterizó por fuertes continuidades respecto de la Edad del Bronce Tardío, fue cuando se sentaron las bases a partir de las cuales pudieron desarrollarse los procesos subsiguientes. De aquí que no habla todavía de Israel pues, más allá de su mención en algunas inscripciones egipcias, como la de la Estela de Merneptah, no existen evidencias de algún vínculo entre aquel grupo y lo que después es nominado de esa manera en los textos bíblicos, donde los orígenes de Israel fueron construidos retrospectivamente. A su vez, en lugar de presentar un cuadro homogéneo del período, destaca que estuvo caracterizado por un largo proceso en el que, si bien estuvo marcado por el colapso del sistema de ciudades-Estado cananeas, existieron importantes variables regionales, donde hubo asentamientos que no fueron conquistados y otros que sufrieron destrucciones, pero fueron rápidamente reocupados. Sobre los cambios en la cultura material, que algunos interpretan como indicio de la emergencia de una identidad israelita o proto-israelita, Čapek afirma que en realidad se trataron de cambios funcionales, es decir, acordes con una nueva economía más orientada a la subsistencia y sin centralización política, permaneciendo todavía la cultura material cananea.
El siguiente capítulo es quizás uno de los más valiosos del libro, en virtud de su capacidad para sintetizar y contraponer de manera clara distintos puntos de vista, ponderando cada uno de los argumentos de manera prudente y ofreciendo reflexiones convincentes. Su título es “The Difficult Tenth Century (Late Iron Age I to Iron Age IIA)” (34-75), por lo que aborda el momento cuando supuestamente habría existido la Monarquía Unida. Al contrario, sostiene que no solo no es posible hablar todavía de un Israel claramente discernible, sino tampoco de entidades de carácter estatal. El autor plantea procesos que se fueron desarrollando de manera simultánea en tres regiones distintas: en la Sefelá —que ilustra analizando la evidencia material de los sitios de Khirbet Qeiyafa, de Beth-Shemesh y de Tel Batash—, en las tierras altas septentrionales o la “Tierra de Saúl”, y en las tierras altas meridionales en torno a Jerusalén. Si bien en todas ellas es posible constatar el incremento sostenido del urbanismo y la recuperación de las redes de larga distancia, en sintonía con una economía que poco a poco se orientaba también al intercambio, es en la Sefelá donde parece más claro un proceso de diferenciación étnica, producto de una reacción de las poblaciones locales cananeas para intentar diferenciarse de sus vecinos filisteos. Es así como las tierras bajas, en contra de lo que establecen los modelos predominantes, pudieron haber desempeñado un rol clave en los orígenes de Israel.
En el cuarto capítulo, “The First True Unification and the First True Division (Iron Age IIA-B)” (76-119), es cuando el autor ofrece algunas de sus ideas más estimulantes, razón por la cual amerita más de una lectura, habida cuenta de cierta complejidad en sus razonamientos, en particular aquellos referidos a la reescritura de las historias dinásticas, en concreto a cuestiones relativas a la cantidad, el orden, los nombres y los patronímicos de los reyes, así como determinados rasgos intertextuales. Comienza con un apartado que titula “dominós antiguos”, donde contextualiza los desarrollos locales en el marco más amplio del Levante y del Próximo Oriente en general, explicando como los acontecimientos se influyen mutuamente. De esta manera, sucesos que tienen lugar lejos, afectan posteriormente las circunstancias locales, generando efectos que solo pueden comprenderse considerando todo el contexto. Este mismo apartado se repite luego en los demás capítulos del libro, sirviendo entonces como útil introducción para cada uno de ellos, al punto de que, si uno se dedicara solo a su lectura, lograría una visión bastante completa de la propuesta del autor.
Es recién en la transición del siglo x al ix a. C. cuando podría hablarse del establecimiento de entidades estatales propiamente dichas, lo mismo que en otras partes del Levante. La singularidad es que, en nuestro caso, el Reino de Judá habría quedado bajo la subordinación de Israel, al menos desde los reinados de Ajab (871-852 a. C.) y de Josafat (868-847 a. C.), producto tanto de las alianzas militares —en especial por defensa contra los arameos—, así como de la política matrimonial, de ahí que define a Judá como una ramificación meridional de Israel. Esto explicaría la existencia de tradiciones bíblicas de aparente origen septentrional, como el ciclo de Jacob y del Éxodo de Egipto, e incluso del reinado de David, las cuales habrían sido compartidas ya desde ese momento, es decir, bastante antes de la caída de Samaria y de la huida de israelitas hacia Jerusalén. Por cierto, cabe mencionar que el autor reconoce seguir de cerca varios planteos de Christian Frevel, en la segunda edición de la versión original de su libro en alemán Geschichte Israels (2018), por lo cual recomendamos la lectura también de esta obra, a modo de complemento.
El siguiente capítulo, “First Independence (Iron Age IIB-C)” (120-141), como su título indica, se aboca a explicar por cuáles motivos y de qué manera el Reino de Judá logró ganar paulatinamente su independencia y así terminar de consolidarse como un Estado separado. Lo anterior se vincula, claro está, con una reformulación de las tradiciones compartidas, mediante la cual el reino del norte pasó a ser considerado bajo una luz negativa. Sucede que, tras la muerte de Jeroboam II (787-747 a. C.), Israel cayó bajo la dominación aramea, oportunidad que fue aprovechada por Acaz de Judá (736-725 a. C.), quien a su vez se subordinó al emperador asirio Tiglath-Pileser III (745-727 a. C.), lo que terminó por favorecer su autonomía. Para demarcarse así de quienes hasta el momento los gobernaban de facto —párrafo aparte merece el detenido análisis de nombres propios y otros elementos repetidos entre las dos dinastías, que llevan a pensar de que varios reyes de Judá eran en realidad los mismos que los de Israel—, aprovecharon también la emergencia de tradiciones proféticas fuertemente críticas del reino del norte, como Oseas y Amós, quienes a su vez depositaban sus esperanzas en Jerusalén, a la cual se le reclamaba conservar y respetar lo que consideraban eran las tradiciones propias de Israel. De esta época dataría también la visión de que el reino de sur habría sido tan antiguo como el del norte, proyectando así un mismo origen que tenía como centro Jerusalén.
El sexto capítulo, “The Last Long Century (Iron Age IIC)” (142-181), pasa entonces a concentrarse en la historia de Judá como Estado independiente. Tras los pocos años en que ambos coexistieron separados, sucedió la caída de Samaria, acontecimiento con hondas repercusiones en el proceso de autoidentificación que los judaítas venían impulsando décadas atrás. Se sucedieron entonces tres largos reinados —Ezequías (725-697 a. C.), Manasés (696-642 a. C.), el breve impasse de Amón (641-640) y Josías (639-609 a. C.)— tras lo cual se precipitó el trágico final. La ponderación de cada uno de ellos, como se sabe, es profundamente negativa para unos y positiva para otros. El autor, como a lo largo del libro, pone en debate estas caracterizaciones, moderando el alcance de las reformas de Ezequías y de Josías, así como la extensión territorial de este último. Acerca de la administración del reino, también somete a crítica la idea de que el sistema de sellado con el emblema lmlk correspondía a una medida de emergencia impulsada por Ezequías durante la invasión asiria, para indicar que en realidad su comienzo databa del reinado de Acaz, sino que además luego continuó, primero en combinación con otra impresión, de círculos concéntricos, y luego a partir de rosetas, ya en época de Josías, lo que además indica la influencia cultural asiria, pues la roseta era tenida como símbolo de Ishtar. En definitiva, a pesar de los fuertes contrastes que transmiten los textos bíblicos, las continuidades entre unos reyes y otros parecen haber sido significativas, aunque al final terminaran siendo presos del cambiante ritmo de las alianzas políticas que acarrearon la crisis del Imperio asirio, el ascenso de la dinastía Saíta, así como las decisiones tomadas por sus vecinos, en particular los edomitas.
El final del Reino de Judá, el Exilio en Babilonia y el Retorno a Jerusalén, son tratados en el siguiente capítulo, “The End and a New Beginning (Neo-Babylonian and Persian Periods)” (182-203). En esta oportunidad, el autor somete a consideración tanto el mito de la tierra vacía como el del retorno en masa. Primero, repasa que la evidencia arqueológica indica una continuidad no solo demográfica, sino también administrativa, aunque ahora centrada en Mizpah y en Ramat Rahel. Segundo, que en realidad hubo tres “exilios”: el de 597 a. C., tras la fallida revuelta de Joaquín; el de 587/586 a. C., que fue acompañado por la destrucción de Jerusalén; y el de 582 a. C., cuando algunos judaítas huyeron hacia Egipto luego de haber asesinado al gobernador Godolías. De estos tres, se terminó por imponer la visión del segundo grupo, quienes impulsaron dichos “mitos historizantes” (198), según los cuales los acontecimientos históricos eran reinterpretados con la intención de establecer una continuidad directa entre un determinado grupo de exiliados y el pasado compartido de Israel, ideología esta última que, como vimos, había comenzado a forjarse en el siglo anterior, sino incluso antes. En esta nueva redefinición de la autoidentificación pasaron a jugar un rol central las tradiciones proféticas, los matrimonios y los lazos genealógicos, así como el lugar de los sacerdotes, del Templo y de la Ley. Esta visión sobre Israel, a pesar de todo, competía con otras, tanto de los distintos grupos de exiliados como de la población local, en particular los samaritanos, voces que todavía subsisten en libros como Ruth, Trito-Isaías y Jonás.
El último capítulo, dedicado a las conclusiones (204-209), sintetiza las ideas centrales del libro, reforzando que la adopción de las tradicionales israelitas por parte de la corte judaíta habrían comenzado desde el siglo viii a. C., mientras que en el siglo siguiente se habría incrementado el tono polémico, en el afán de generar una diferenciación solidaria con un proyecto de independencia, la cual se habría logrado al menos un par de décadas antes de la caída de Samaria. El autor finaliza retomando el concepto de “mitos historizantes”, según el cual se recogen elementos históricos, es decir, no se los inventa, pero se reinterpretan a partir de una ideología religiosa, de ahí que habla incluso de una teología de la historia, en el sentido de una narrativa que buscaba construir una memoria conectiva que permitiera establecer lazos de continuidad entre un grupo de exiliados y el pasado compartido. En otras palabras, que la memoria cultural común fue releída, haciendo de un grupo de judaítas los verdaderos depositarios de las tradiciones israelitas, proyectando así sus orígenes y su legitimidad, no solo a una Monarquía Unida con sede en Jerusalén, sino hasta el inicio mismo de los tiempos.
El libro se cierra, por último, con 29 fotografías de sitios arqueológicos, de vasijas cerámicas, de impresiones de sello, de figurinas, de un capitel proto-jónico y de la inscripción de la campaña del faraón Sheshonq I. No obstante, figuran sin numerar, razón por lo cual la relación con el contenido queda a cargo del lector atento. Luego se incluyen varios índices: de nombres personales antiguos, de citas bíblicas, de otras fuentes textuales antiguas, de autores modernos y de nombres de lugares. Todo lo anterior sirve como valioso insumo para revisitar y profundizar en distintas partes del libro. Por cierto, cabe destacar que todos los capítulos son acompañados por varios gráficos, donde el autor esquematiza sus ideas, lo que aporta claridad y favorece la comprensión.
En síntesis, consideramos que el autor cumple con creces los objetivos planteados, ofreciendo una obra actualizada que sintetiza aportes de distintos enfoques, los cuales pondera de manera equilibrada, y que en su análisis aplica de manera consistente su metodología, sopesando tanto las evidencias arqueológicas como epigráficas, así como sometiendo a crítica los textos bíblicos. El hecho de que hasta ahora solo circulara en lengua checa sin duda limitaba su conocimiento en círculos más amplios, pero seguro que gracias a su traducción al inglés tendrá mayor repercusión entre los colegas. Por todo lo anterior, recomendamos su lectura a quienes están interesados por mantenerse actualizados en los debates sobre la historia del antiguo Israel, así como también quienes buscan ideas para refrescar la aproximación a esta temática, muchas veces árida.
Pablo Jaruf
Universidad de Buenos Aires
Universidad Nacional de Luján
Instituto Superior del Profesorado “Dr. Joaquín V. González”