J. A. Castro Lodeiro, Venid y trabajad ¡Es tiempo de alabar! La vocación del hombre en los relatos de creación mesopotámicos y bíblico, Verbo Divino, Estella 2020, 355 pp. ISBN 978-84-9073-546-6

Existen diversos intentos de trazar una antropología bíblica o veterotestamentaria. Pero menos accesible y más difícil de encontrar es una antropología de Mesopotamia, debido, en parte, a la dispersión de las fuentes a las que se debe acudir. El gran logro de Castro Lodeiro es trazar una antropología única del Oriente bíblico, trenzando la enorme cantidad de textos donde se halla dispersa y haciendo de ella una única tradición. En su búsqueda de los rasgos de la antropología del Oriente bíblico, el A. no se limita a la literatura más conocida como el Relato bilingüe de la creación del hombre, Enūma Eliš, Inūma ilū awīlum, La epopeya de Gilgameš o el bíblico libro del Génesis. Con gran rigor filológico, el A. explora las huellas del ser humano en más de cincuenta inscripciones y textos sumerios, cuarenta acadios, seis bilingües y en casi cuarenta libros de la Biblia. Exprimiendo al máximo la riqueza de los términos y manejando con gran destreza los diversos textos, el A. dibuja un perfil antropológico que ha pasado desapercibido y que nos exige revisar ciertas interpretaciones bíblicas.

Tras un primer capítulo, muy apropiado y necesario para disponer al lector ante la tarea de adentrarse en este tema y para dejar claro el enfoque adoptado, el A. organiza su trabajo en un díptico. Los capítulos 2, 3 y 4 forman la primera parte. En ella se exhibe a los actores implicados, tal y como se presenta en la tradición mesopotámica y bíblica: Dios, creador del mundo y de la tarea agrícola; y el ser humano, pensado como tarea divina, y capaz de responder a la vocación para la que ha sido creado. La segunda parte del díptico la compone los capítulos 5, 6 y 7, y resulta la más teológica. Dejando ya la parte más descriptiva, el A. se adentra con valentía en la interpretación de los datos históricos y filológicos que dibujan la verdadera vocación del ser humano, condensada en el trabajo: como posibilidad no solo de realización, sino al tiempo, de culto a Dios.

Partiendo de los testimonios mesopotámicos, el A. comienza recorriendo una serie de textos donde los dioses toman en sus manos la creación y disposición de todo lo necesario para el establecimiento de la agricultura, fundamento de la civilización oriental. Así, los dioses, especialmente Enki, disponen del agua dulce que baña la tierra y, a través de los cauces, llena los surcos. En la Biblia, Dios se erige como señor de las aguas, bajo cuya mirada concede la lluvia que fecunda los campos. Pero los dioses no se limitaron a crear las condiciones naturales para la agricultura, sino que se implicaron en la creación de los útiles de labranza. Hasta en eso el hombre encontraba apoyo en los dioses. Enki y Enlil dieron arado, yugo y yunta y el dios Ninurta introdujo en el mundo el trabajo con la azada. Atraídos por la nobleza de los instrumentos, los propios dioses se implicaron en el trabajo agrícola: abrir surcos, limpiar canales, plantar árboles... fueron trasformando el erial en un huerto. La misma acción divina opera Yahvé Elohîm en el relato de Génesis, cuando “plantó un huerto en el Edén, al Oriente” (Gn 2,8a) y se implica en el cuidado de la tierra: planta los árboles (Nm 24,6; Sal 104,16) y transforma la “llanura estéril” en bosque frondoso (Is 41,19). En la tradición mesopotámica, entendieron que los duros trabajos (dullum) debían ser otorgados a los dioses inferiores, Igigu. Pero la dureza del trabajo y la prolongación en el tiempo provocó la rebelión de los dioses, lo que hacía tambalearse el orden que Enki había decretado en los orígenes.

Será el propio Enki quien encuentre la solución: la creación del hombre. La tarea divina de la creación del hombre, la describe el A. sirviéndose de una gran cantidad de pasajes tratados con mucho dominio. En efecto, el hombre será un “trabajo por hacer” para el que se empleará la carne y la sangre de un dios, que se unirá a la arcilla y dará como resultado una obra “completada”, “culminada”. La tradición bíblica retomará este proceso artesanal, representando a Dios como alfarero (Gn 2,7a; Jr 18,6b; Is 64,7). Si la “arcilla” de la que está hecho lo liga a la tierra, el “aliento divino” lo eleva hacia el cielo, recordándole su vocación hacia lo Alto. La tradición mesopotámica encuentra en el dios sacrificado We el origen del espíritu ingenioso y rebelde que anida en el corazón humano. Así, la obra creada por los dioses, no solo resuelve el conflicto laboral, sino que otorga a los dioses “reposo”, “libertad” y “alegría”.

Anclado en la tierra y lleno de aires divinos, el ser humano debe encontrar su sentido. Si Dios mismo trabajó para dar vida al hombre, su vocación y destino no puede ser otro más alto que unirse a la tarea creadora y ordenadora de Dios. En el capítulo cuarto, el A. analiza en la tradición mesopotámica los pasos por los que el hombre despierta a la vida bajo la vocación específica de la agricultura. Del mismo modo, la Biblia sitúa a Adán en el huerto Edén, para “trabajar y guardar (la tierra)” (Gn 2,15). El trabajo permitirá el despliegue de la actividad humana: la construcción, la ganadería, la metalurgia. La febril actividad provoca el ruido (rigmum) que molesta a los dioses y deciden decretar un diluvio. La tradición bíblica dotará a este motivo de un carácter moral: el mal se ha extendido por toda la tierra. Tras Gn 3, el trabajo se hará con sudor y esfuerzo, la tierra y los pastos llevarán al enfrentamiento fratricida y el ansia de llegar a lo alto, la dispersión. En el arco narrativo de Gn 1–11, el hombre desfigura su relación con la tierra. Tras el Diluvio, en ambas tradiciones, el restablecimiento de las relaciones llegará por el trabajo ligado al suelo: el dios Ninurta protagoniza la actividad agrícola postdiluviana y el justo Noé se entregó a “plantar” una viña y el suelo le concedió su fruto (Gn 9,21).

En la segunda parte del díptico, Castro Lodeiro explora las consecuencias que del recorrido por los datos literarios se pueden extraer. Creado por y para el trabajo, este se convierte en su verdadero camino de realización y la tierra su verdadera escuela de vida. A esta escuela el ser humano se adentra guiado por Dios, como su maestro. En la tradición oriental, el dios Ninurta será el encargado de instruir al hombre en su vocación. En la bíblica, el profeta Isaías recuerda que quien educa y enseña al agricultor no es otro que Dios (Is 28,24-29). En efecto, al “tomar” al hombre y situarlo en el huerto, Dios no está haciendo otra cosa que “adoptar”
al hombre e instruirle como el maestro al aprendiz, como el padre al hijo. Además de esta relación con lo divino, el trabajo permite al hombre la relación con la tierra, de la que brotó, abriendo el vientre de la tierra (ver Jr 2,21; 31,27; Ex 15,17). Orientado a la vocación del trabajo, el hombre encontrará en los animales la “ayuda” que necesita (Gn 2,18), si bien no “una ayuda conforme a él” (Gn 2,20b). Esta vendrá de la mano de la mujer, ’iššāh, el verdadero completo del ’îš. Con ella compartirá las labores agrícolas y esta sentirá la “fatiga”, cuando dé a luz y la transmitirá a sus hijos. El ser humano quedaba así convocado al trabajo “para siempre”. Ambas tradiciones son unánimes al afirmar el carácter perpetuo del encargo, que no debe ser visto como opresión, sino como encomienda divina que le une Dios.

La experiencia universal de sentir la fatiga del trabajo encontró también reflexión en la tradición del Oriente bíblico. Siguiendo el examen léxico, el A. nos presenta un buen conjunto de términos que sirvieron para aclarar el sentido de la condición gravosa del trabajo. Entre todos, el término dullum es el que mejor recoge la dureza del trabajo en acadio. El hombre experimenta el dullum cuando se afana en la agricultura, pero también en las labores edilicias, como lo experimentaron también los dioses. Pero con él también designa las tareas encaminadas a los rituales o a la elaboración de la imagen divina. En el mundo hebreo, esta carga se expresó con la raíz ‘bd, de la que procede el término ‘ebed, “siervo”. Pero en la reflexión sobre el trabajo no puede faltar el descanso. Lejos de entenderlo como ausencia de trabajo, la sabiduría oriental lo sitúa en la esfera de los frutos. Aunque es necesario regular el descanso para recuperar el aliento, el descanso lo encontrará el hombre cuando oriente su trabajo hacia Dios. El prototipo del trabajo consolador será el encarnado por Noé: llamado a “consolar”, como indica su nombre, su trabajo (ābad) se convierte en culto (ābad) a Dios, su fatiga en alabanza.

El último capítulo, a modo de conclusión, explicita al que todavía no se ha dado cuenta la finalidad de todo el recorrido: “arraigar la espiritualidad del trabajo en la teología bíblica y mesopotámica”. La tradición empleó el mismo lenguaje para referirse a las dos caras de la misma moneda: el trabajo del hombre es el culto a Dios. Una exquisita atención a los términos y una no menor habilidad del A. para hilvanar los textos deja claro que, según nuestra tradición, el trabajo remite a Dios y cuando se ejercita solo en vistas al hombre, aliena.

La obra que acabamos de presentar es un texto erudito, técnico a la vez que narrativo y teológico, accesible a todo lector que no esté dispuesto a ahorrarse la necesaria fatiga, y muy útil para el experto. Aunque aparentemente el tema pueda ser muy específico, lo cierto es que el A. ofrece, desde la exploración de la tradición mesopotámica, claves de lectura e interpretación de la Biblia nuevas, especialmente en cuestiones importantes. El ensayo ofrece varios ejemplos de lo que la perspectiva mesopotámica puede aportar a una mejor comprensión de la Biblia. Ojalá esta vía de estudio pueda continuar para enriquecernos de los “tesoros del Oriente”. Castro Lodeiro se proponía al principio “hilvanar” los hilos de la tradición mesopotámica y bíblica. Y lo ha hecho de manera admirable, produciendo no un tosco tapiz, sino un verdadero encaje de bolillos. Solo resta felicitar al A. por haber “tomado” sobre sí el yugo de un trabajo tan minucioso y sacrificado, no menos que el del agricultor.

José Andrés Sánchez Abarrio

Instituto San Pío X – CSEU La Salle (Madrid)

joseandres@lasallecampus.es