F. Bermejo Rubio, La invención de Jesús de Nazaret. Historia, ficción, historiografía, Siglo XXI de España Editores, Madrid 2018, 796 pp., ISBN 978-84-323-1920-4.

No es frecuente encontrar obras de este calibre escritas originalmente en castellano. La amplia recepción que está teniendo, se pone de manifiesto en la aparición de una 3.ª ed. ya en 2019 y de una traducción italiana realizada por Silvia Sichel y Elisa Tramontin, publicada por Bollati Bernghieri, Torino, en febrero de 2021. Estas y otras razones aconsejan una discusión amplia y pormenorizada de esta obra.

Bermejo (Santiago de Compostela en 1965) estudió Filosofía e Historia de las religiones y es especializó en el judaísmo de época herodiana, el cristianismo antiguo y el maniqueísmo. Se hizo conocido en el ámbito académico internacional como investigador independiente y actualmente es docente en el Departamento de Historia Antigua de la UNED (Madrid). Los lectores de revista han podido leer su contribución sobre la relación entre Herodes Antipas y Jesús de Nazaret (RevBib 80 [2018] 125-152); pero su prolífica producción se puede constatar en la bibliografía de esta misma obra que reseñamos (705-706). Esta se inscribe en la ya añeja, vastísima y compleja investigación que se suele conocer como “Búsqueda del Jesús histórico”, ese arduo y difícil problema de tratar de Jesús de Nazaret como sujeto histórico: “Apenas podemos ya imaginar los intensos dolores que acompañaron el nacimiento de la concepción histórica de la vida de Jesús” (A. Schweitzer, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, 1913; citado en p. 515).

La notable investigación de Bermejo consta de veinte capítulos y un epílogo, precedidos de un par de mapas y una introducción, y coronados con seis apéndices, varios índices y una nutrida y valiosísima bibliografía. Su objetivo se formula al comienzo: “La adopción de una perspectiva externa o etic, que trate su objeto de estudio con la misma distancia reflexiva con la que el historiador aborda cualquier otro, es la tarea que aquí se pretende llevar a cabo” (21 y n. 5).

La primera parte, “La constitución de Jesús como objeto de estudio histórico” (27-116) es “de orden propedéutico y metodológico” (20). Admitiendo la posibilidad de una investigación histórica de Jesús, se analizan particularmente las fuentes que pueden llevar, con el uso de una metodología adecuada, a un criterioso y riguroso conocimiento del predicador palestino. En el cap. I. Las Fuentes (29-64), el A. repasa cuidadosamente cada una de las que pueden proporcionar un conocimiento acerca de Jesús de Nazaret (Cartas de Pablo, Evangelios canonizados, Evangelio de Tomás, Evangelios judeocristianos y otros escritos, Testimonium Flavianum, Historiadores romanos, y finalmente otras fuentes no cristianas). Interesa señalar el minucioso análisis del texto de Flavio Josefo (49-54) que pone en evidencia el rigor analítico que practica Bermejo. Dos apreciaciones contenidas en la “Recapitulación” (62-64) marcan ya su particular posición con relación a la “búsqueda del Jesús histórico”: “Las fuentes cristianas no solo están caracterizadas por un acusado sesgo, sino que de ellas no parece poder extraerse tanta información como a primera vista podría parecer” (62). “El análisis revela, por tanto, que las diversas fuentes contienen concepciones contrapuestas sobre el personaje” (64).

El cap. II, Perspectivas sobre la posibilidad de un discurso histórico (65), aborda una cuestión de suma importancia: ¿Es posible hacer una reconstrucción histórica de Jesús habida cuenta de la escasa cantidad de fuentes y su particular índole? El A. toma posición entre los investigadores que niegan la existencia de Jesús (“mitismo”) y los que, con variantes, aceptan su historicidad.

El cap. III, Cuestiones de método (93-116), ingresa en la cuestión de cómo proceder para distinguir en las fuentes aducidas material históricamente fiable del que no lo es. Aquí Bermejo hace un importante aporte que da que pensar y repensar, teniendo en cuenta la bibliografía castellana al uso –pienso particularmente en la extraordinaria obra de John P. Meier. Repasando los así llamados “criterios de historicidad” o de “autenticidad” –a los cuales considera faltos de fiabilidad (98)– propone, como operatoria metodológica, los que él denomina “índices”, “indicios” o “paradigma indiciario” (100 y 102). Por un lado, vuelve críticamente sobre la naturaleza de las fuentes. Su mirada sobre los evangelios es el presupuesto que permite comprender en profundidad los análisis contenidos en la segunda parte de la obra. Por otro lado, pone de relieve que estas narraciones, leídas con actitud verdaderamente crítica, dejan entrever “vestigios accesibles” que poseen un carácter sintomático: “permiten pergeñar los lineamentos generales de una historia sensiblemente distinta y alternativa a la que sus autores quisieron narrar” (102-103). Según Bermejo, los evangelios revelan “una incoherencia articulada y producida por una tendencia subyacente” mientras que “los indicios, como residuos o reflejos de una realidad desaparecida que la narración lleva en sí solo implícitamente, constituyen una suerte de fisuras a través de las cuales cabe vislumbrar algo del pasado” (103). En estas afirmaciones de Bermejo se anticipa el itinerario que el propone, particularmente en la segunda y tercera parte de su exposición.

En este capítulo decisivo, el A. expone “Los patrones de recurrencia” (103-106), habla de un “Material embarazoso” señalando su “Índice de dificultad” (107-112) y en “De Indicios e Hipótesis o el quehacer del historiador” (112-116), expresa su posición frente a la búsqueda del Jesús histórico y lo que quiere ser su particular aportación a la misma: “Una investigación responsable, efectuada con rigor, es capaz de generar una reconstrucción del pasado que no solo permite entender la figura de un predicador galileo del siglo i de un modo plausible, sino también revelar las múltiples mistificaciones que, sobre este personaje, campan a sus anchas en el mundo académico y fuera de él” (116) [las cursivas son mías].

El núcleo de esta obra está en su segunda parte, Hacia una reconstrucción crítica (117-335) que consta de siete capítulos. El cap. IV (119-139) ofrece de forma sucinta el marco histórico en el cual se desarrolla la vida del Maestro de Nazaret, entre el s. i A.E.C y el s. i E.C: política, economía, religión, cultura.

Los cap. V al X (141-335) conforman un bloque homogéneo y desarrollan paulatinamente “la reconstrucción crítica” del Nazareno propuesta por el A. Aquí aparece otra novedad en comparación con otras obras semejantes. Pues no se hace un recorrido por los momentos de la vida y las acciones de Jesús para culminar con su crucifixión (véase, por ej., G. Barbaglio, Jesús, hebreo de Galilea, Investigación histórica, Salamanca 2003), sino que esboza la identidad del galileo moviéndose continuamente en torno a la escena del Gólgota.

En el cap. V, La escena del Gólgota: Jesús entre insurgentes (141-168) somete los textos evangélicos a un llamativo y minucioso análisis intentando poner en evidencia que la crucifixión fue un “hecho colectivo” y no un hecho individual centrado en la figura de Jesús, flanqueado por dos lēstaí/kakoûrgoí. Según el A., en efecto, los evangelios mostrarían una objetiva distorsión de lo sucedido en el Gólgota: “Esto permite ya comprobar lo que el resto de este libro no hará sino refrendar, a saber, que la existencia de una diferencia sustancial entre la figura histórica de Jesús y su retrato (o sus retratos) no es en modo alguno un postulado apriorístico, sino una conclusión extraída de un examen crítico de las fuentes” (168 y n.89).

El cap. VI Causas de la crucifixión o la dimensión antirromana de la historia (169-225) intenta poner en evidencia que Jesús fue un visionario escatológico que “al igual que muchas otras figuras del judaísmo y de la historia de las religiones… se creyó investido de una misión trascendental ante su pueblo” (191). Albergó una pretensión regia en el tradicional sentido davídico que apuntaba a la restauración política de la soberanía de Israel (193). Esta “pretensión regia no deriva de una calumnia o una malinterpretación de Jesús, sino que refleja su autopercepción” (194). El estudio se desarrolla en diez apartados, entre los cuales destacan los dedicados al Reino de Dios (173-187) y a La cuestión del pago del tributo a Roma (198-206) donde ofrece una notable interpretación del pasaje de Mc 12,13-17 y paralelos.

El A. expresa con claridad sus opciones metodológicas y sus conclusiones cuando sostiene que “…son los propios escritos cristianos, y sobre todo los evangelios canonizados, los que proporcionan un cúmulo de indicios que configuran una imagen de Jesús muy diferente a la que sus autores buscaron transmitir: la de un sujeto con aspiraciones de liderazgo cuya actividad estuvo encaminada a una liberación de Israel, por tanto en agudo conflicto con el poder romano y sus colaboradores” (170). Pienso que con una afirmación como esta, ya están ‘echadas todas las cartas’.

Por lo demás son muy dignas de atención las consideraciones del autor acerca de Jesús y la violencia (215-220) y el ítem final: Jesús y la resistencia antirromana: hipótesis (220-225: “Las secciones previas han mostrado que la dimensión nacionalista y antirromana de la historia de Jesús puede y debe ser inferida de una lectura crítica de los indicios conservados en las fuentes disponibles” [220]). Con un rigor no exento de interpelación desafiante (“Los postulados habituales sobre el pacifismo de Jesús no son otra cosa que apriorismos apologéticos sin sólida base textual” [219]), el A. incita una relectura minuciosa de las fuentes y efectuada con distanciamiento crítico, para concluir con la afirmación: Jesús habría sido un “visionario nacionalista que operó guiado por la resistencia al poder imperial y sus adláteres, y fue consciente de los peligros de represión que corría su empresa colectiva, tanto por parte de Roma como de sus gobernantes clientes” (225).

El cap. VII, Un proyecto nacionalista: La imbricación de “política” y “religión” (227-282), presupone que hay una íntima conexión entre “religión” y “política” en el Judaísmo antiguo –también se da en Jesús– y quiere ahora “reconsiderar los elementos que a primera vista son puramente “religiosos”, con el objeto de mostrar en qué medida son susceptibles de imbricarse con lo averiguado hasta ahora” (228). Esos elementos no parecen haber estado por lo menos directamente, entre las causales de la muerte de Jesús pero “conforman la imagen típica de este como figura exclusivamente espiritual y permiten entender cómo esa imagen unidimensional pudo llegar a imponerse en la tradición cristiana” (228). El A. repasa aquí, entre otros temas, la vinculación del Nazareno con el Bautista, su actitud frente a la Ley, su relación con los fariseos, su posicionamiento frente al Templo, sin dejar de subrayar, aquí y allá el hiato existente entre Jesús y las narraciones posteriores acerca de él: “Si Jesús no es solo un personaje histórico, sino sobre todo un objeto de devoción religiosa, es en la medida en que su memoria fue radicalmente transformada mediante un complejo proceso de magnificación legendaria” (21).

El cap. VIII, La identidad de los responsables del arresto (283-304) analiza esta cuestión revisando viejos argumentos y añadiendo otros, “descuidados hasta el momento” (284). Mientras que la mayoría de los estudiosos aceptan como un dato cierto que las autoridades judías fueron las responsables del arresto de Jesús y los más críticos se inclinan a poner la responsabilidad en los romanos (aunque algunos juzgan esta posibilidad como puramente verosímil (284, n. 3), para el A. “todo indica que los verdaderos artífices de la ejecución fueron soldados romanos, siguiendo órdenes del prefecto Poncio Pilato” (283).

En el cap. IX, Del arresto a la crucifixión (305-322), Bermejo intenta mostrar que la totalidad de los relatos de la pasión han distorsionado la realidad histórica “en la que las cosas parecen haber sucedido de un modo sensiblemente distinto” (305). Después de un riguroso análisis de textos como Mc 14,55ss afirma que las escenas evangélicas que hablan de un juicio llevado adelante por las autoridades judías (sanedrín) no son históricamente fiables. Y aquellas en las cuales Jesús comparece ante Pilato son directamente inverosímiles (311-316). “Una vez más, el cúmulo de incongruencias hace vano cualquier intento de reconstruir la escena de Jesús ante Pilato, de la cual –si es que tuvo lugar– nada es posible saber. Nos hallamos de nuevo ante pura ficción piadosa y edificante destinada al menos a un triple objetivo” (316): presentar a Jesús como paradigma de comportamiento heroico; exculpar al poder romano; hacer caer el peso de la ejecución del Nazareno en el pueblo judío (316). En el último apartado, Escenarios probables (317-322), el A. vuelve a su personal posición sobre la génesis de los relatos de la pasión: estos se habrían originado y habrían tomado su forma actual a partir de intereses apologéticos de las comunidades cristianas, más específicamente, a partir de las exigencias de supervivencia. Esto llevó a una tergiversación de los hechos o de la tradición subyacente o en manos de los evangelistas. Y ello de tres modos diferentes: “por supresión de material, por su alteración y por su invención” (317). Según Bermejo, esta tergiversación –posiblemente hecha bona fide– dio como resultado “una distorsión de la realidad histórica” (317); pero “todo indica que Jesús fue condenado por Pilato en virtud de su pretensión regiomesiánica…”, 319). A partir de allí comenzaría un complejo proceso que culmina en el “mito teológico de un sujeto entregado voluntariamente a la muerte con propósitos redentores” (322).

El breve cap. X, Un judío clasificable: Jesús en la historia de las religiones (323-335) es de particular importancia. En cuatro apartados, el A. hace una síntesis del examen efectuado en este bloque y concluye: “Como la de todo visionario milenarista, la figura de Jesús solo resulta inteligible en el marco del proyecto colectivo al que sirvió de catalizador” (335). Dicho de otro modo, Jesús no puede entenderse sino en la imbricación inextricable entre él y su contexto histórico (323). Si no, se pierde en una bruma extraña y distorsionadora. Pasando revista a los “movimientos milenaristas mesiánicos” (324-327), el A. entronca a Jesús y sus seguidores en los movimientos populares de índole profética (328-330) exponiendo sus semejanzas con la así llamada “Cuarta Filosofía” (330-332).

Las cuatro páginas de El Galileo comprensible, o los límites de la singularidad (332-335) son desafiantes. El A. concluye que, a partir de las fuentes disponibles, Jesús se vislumbra como un actor histórico inteligible en la Palestina dominada por los romanos a comienzos del s. i E.C.: “presenta significativas semejanzas con varios de sus contemporáneos, mientras que su historia posee asimismo rasgos característicos, no siendo reductible a ninguna otra” (333). Pero “el carácter comprensible del personaje y su limitada especificidad diverge sensiblemente de la imagen exaltada ofrecida en la tradición cristiana y en sus avatares seculares, la cual postula su completa singularidad” (333).

La tercera parte, El Cristo sobrehumano. De la historia a la ficción (339-513), cumple con lo que se había prometido al inicio y “analiza con detenimiento las causas, los contextos y los mecanismos concretos que dan cuenta del encumbramiento y la divinización de la figura de Jesús en la tradición cristiana, suministrando claves para elucidar con claridad ese desarrollo y, de paso, el carácter mistificador de todo discurso que pretende hacer de él algo enigmático” (22).

Bermejo retoma aquí una cuestión ya planteada en la parte anterior: “El proceso que transformó al judío crucificado por Roma en un ser divino no es inmediatamente obvio…” (339). Y más adelante asevera: “En realidad, una comprensión cabal de ese proceso es posible, pero exige un análisis detenido de diversas facetas tanto en el ámbito de la historia de las religiones como en el de la psicología de los grupos apocalípticos” (339). Todos los capítulos de esta tercera parte apuntan a esbozar cómo ha podido producirse ese proceso: Cap. XI. Condiciones de inteligibilidad (I): procesos psicosociológicos (339-367); XII. Condiciones de inteligibilidad (II): Datos culturales (369-416). XIII. De Jesús al Cristo: Procesos de deshistorización (417-453). XIV. La divinización de Jesús: estrategias bio(teo)gráficas (455-487). XV. La consolidación moderna de la ficción, o la secularización del mito (489-513). Son los hitos del itinerario que el A. propone para mostrar el camino que llevó del “Jesús histórico” al “Cristo de la fe” (para usar una expresión habitual en algunos ámbitos académicos confesionales).

Esta parte de la obra propone una lectura muy exigente, por la utilización ingente de fuentes, por la sutileza de las argumentaciones, por el tono de las explicaciones y por la visión abiertamente crítica del itinerario. No hay que olvidar, sin embargo, lo que el A. ha expresado de entrada: “Hablar de invención no supone aquí defender la idea de que Jesús de Nazaret no existió, sino expresar el hecho de que la memoria de un sujeto presumiblemente real ha experimentado a la largo de la historia profundas modificaciones, que han hecho de él un ser apenas reconocible” (22).

Nuevamente Bermejo toma distancia del modelo habitual, dejando solo para la cuarta y última parte La historia de la investigación. Una perspectiva comprehensiva (515-644). En estos cinco capítulos finales busca diseñar un nuevo paradigma historiográfico, alternativo al conocido como modelo de las ‘tres búsquedas’ del Jesús histórico: Old, New, Third Quest: “En los últimos años algunos autores, trabajando independientemente a ambos lados del Atlántico, hemos mostrado que el modo en que se ha narrado durante décadas la historia de la investigación sobre Jesús –el llamado ‘modelo de las tres búsquedas’– es insostenible. Esas contribuciones, así como la conciencia creciente de que las obras anteriores a la Ilustración han sido escamoteadas de las crónicas contemporáneas, han desvelado la necesidad de contar con un paradigma historiográfico alternativo” (22). Siempre a través de un análisis prolijo, plasmado en una exposición semejante a una urdimbre compacta, con tonalidades a veces altisonantes, el A. expone ese nuevo paradigma alternativo.

El cap. XVI, De la ficción histórica a la ficción historiográfica (517-528), retoma dos notables investigaciones suyas publicadas en la Revista Catalana de Teología 30-31 (2005/2006), en las que intenta mostrar que a la distorsión de la identidad de Jesús de Nazaret le ha seguido una distorsión en la historiografía de su investigación.

Al comienzo del cap. XVII, Principios de un paradigma historiográfico explicativo (529-544), el A. expresa de modo programático: “El carácter inutilizable del modelo de las tres búsquedas para entender la historia de la investigación evidencia la imperiosa necesidad de reemplazarlo. Esta es una tarea que requiere una revisión a fondo de esa historia de un modo que no se ha hecho hasta ahora, y que en una situación ideal debería ser llevada a cabo por el esfuerzo conjunto de una pluralidad de estudiosos” (529). Esto muestra que Bermejo no se siente “una isla autosuficiente” sino que está abierto al diálogo y a la cooperación seria y rigurosa entre los eruditos. Así continúa: “La intención del presente capítulo y de los siguientes es ofrecer un bosquejo de lo que podría convertirse en un nuevo paradigma. El carácter tentativo de este esbozo no es óbice para poner ya de manifiesto sus ventajas epistémicas con respecto al modelo expuesto” (529). La investigación en torno al Jesús histórico reclamaría un “enfoque sincrónico”: las obras que se han desarrollado a lo largo de siglos no “deben ser clasificadas dependiendo de si pertenecen a una u otra época (“modelo trifásico”), sino en virtud de su perspectiva y sus contenidos, es decir, no de criterios cronológicos sino tipológicos y sustantivos. Él hablará de un “paradigma de tipologías conflictivas” (540).

El Epílogo, El triunfo de la ficción y sus implicaciones (637-644), como toda la obra, es también denso y desafiante –alguno diría “mordaz”– y debe ser leído con rigor y con espíritu abierto, dispuesto a un diálogo intelectualmente serio y particularmente exento de intención demonizante. En nueve párrafos recapitula su aporte:

(1) El itinerario recorrido muestra que a partir de las fuentes disponibles es posible “atisbar… la silueta de un judío del siglo i E.C.” (637). (2) Una condigna investigación sobre Jesús permite reintegrar a ese judío galileo al judaísmo plural que se desarrolla en la tierra de Israel, particularmente en época helenística. (3) La imagen tradicional que transmiten de él las fuentes es fruto de una “invención” que presenta a Jesús como “víctima inocente y voluntaria, un hombre universal y universalista, un campeón del pacifismo, un inmaculado paradigma moral, un ser por entero único y hasta un dios” (638). (4) Esta imagen “tuvo como propósito justificar la propia defección de sus seguidores, décadas después, con respecto a un judaísmo en proceso de creciente normativización” (638). Por tanto, “solo una indagación rigurosa permite restituir al personaje una identidad creíble” (639). Y esto solo puede hacerlo “el historiador que desempeña su labor con la exigible probidad” (639). (5) Esta labor, que lleva necesariamente a una desmitificación que es “un deber irrenunciable del intelectual está lejos de ser bienvenida allí donde el mito ha echado raíces, satisfecho necesidades y hecho proliferar beneficios de todo signo” (639). (6) Pues “la fabricación de Jesús no ha sido nunca una operación desinteresada ni inocente” (640) tanto en la etapa de su génesis como en la actualidad. (7) La función clave que esta imagen desempeña como legitimadora de innumerables intereses explica “por qué incluso la labor histórica más cuidadosa resulta inocua para desalojar la ficción del imaginario colectivo” (641). (8) “… la alteración de la historia de Jesús efectuada en la tradición cristiana, por útil y reconfortante que haya sido para sus miembros, tiene hasta hoy muy graves consecuencias, tanto de orden epistemológico como ético” (641), por ej., en la valoración negativa del mal llamado “judaísmo tardío” (Spätjudentum), visto como religión legalista y superficial. (9) “Las consecuencias negativas de esa invención en el plano ético, una y otra vez descuidadas, dan mucho que pensar” (643).

Entrando en el terreno de una valoración crítica, hay que decir que esta obra no carece de fisuras. Por ej., no parece justo despachar la obra de J. P. Meier (cerca de 5000 páginas) en cuatro hojas, aunque en su crítica el A. remita a propios artículos y de otros autores. Algunos ejemplos analizados y otros (no mencionados) no justifican hablar del “carácter apriorístico e infundado de varios de los juicios genéricos de Meier” y llegar a afirmar con tanta contundencia: “De este modo, quien se jacta una y otra vez de atenerse a un discurso histórico [Meier] no deja de inclinar la cerviz ante el mito y de apuntalarlo” (625-632). Yo, por mi parte, me cuidaría mucho de reducir el pensamiento de Bermejo (estas 800 páginas y cientos de artículos) a cuatro hojas.

Sin embargo, yo calificaría esta publicación de Bermejo como “imprescindible”. Resulta “imprescindible” para quienes sin ser especialistas o investigadores, quieran internarse en la espesura de “la búsqueda del Jesús histórico”. Es “imprescindible” también porque propone un fuerte reto, que merece ser escuchado cabalmente y contestado, punto por punto. En el mundo académico el libro ha de encontrar buena acogida y, al mismo tiempo, generará fuertes discusiones, sea por razón de su contenido, sea por el tono polémico, desafiante e irónico, que se percibe ya desde la misma tapa. Pero el trabajo es honesto y riguroso y manifiesta un planteamiento original del tema. Usando con rigor de las fuentes y sin soslayar la enorme dificultad que estas entrañan de cara a un juicio histórico, encara con seriedad la tarea.

Esta obra de Fernando Bermejo da “que pensar”, y precisamente en el sentido del epígrafe que encabeza el Epílogo: “Me he preocupado asiduamente de no burlarme de las acciones humanas, ni de deplorarlas, ni de detestarlas, sino de comprenderlas” (Baruch Spinoza, Tractatus politicus). A pesar de la contundencia de su opción respecto a la cuestión (invención, ficción, mito-mitificación), el A. no cierra las puertas. Y a pesar de la firmeza del tono, la obra incita a seguir buscando, hurgando, en definitiva pensando una cuestión tan compleja como la de Jesús de Nazaret como objeto de la historia y de la fe eclesial o confesional.

Hugo R. Safa

Pontificia Universidad Católica Argentina

hugos58@gmail.com