¿Fue Jesús un personaje socialmente desintegrado?

El mito del Jesús incomprendido

Esther Miquel Pericás

Investigadora independiente

esthermiquel@yahoo.com

: https://orcid.org/0000-0003-3894-4966

Resumen: El presente escrito tiene un doble propósito. Criticar, primero, la imagen, ampliamente difundida, de un Jesús mayoritariamente incomprendido en su entorno social. Mostrar, después, el carácter popular de su persona y su mensaje, así como la popularidad de que habría gozado entre la gente de su condición. En el marco de las actuales investigaciones sobre cultura popular, la metodología aquí utilizada se caracteriza por usar una definición de “sector popular” basada en criterios socioculturales específicamente pertinentes para el Imperio romano, e identificar a sus miembros a partir de las actitudes cognitivas y prácticas que distinguirían a dicho sector respecto a las élites dominantes.

Palabras clave: Jesús. Sector popular. Perspectiva cognitiva. Actitud práctica. Popularidad.

Was Jesus a socially uprooted individual?

The myth of a misunderstood Jesus

Abstract: This paper has two purposes. First: to criticize the widely held image of Jesus as someone misunderstood by the majority of the people in his society. Second: to show the popular character of his mentality and his message, as well as the popularity he enjoyed among the people of his condition. In the context of the ongoing research on popular culture, the methodology used in this paper is characterized by a definition of the “popular sector” in terms of sociocultural criteria which are specifically significant for the Roman Empire, and by identifying its members after the cognitive and pragmatic attitudes that would distinguish them from the dominant elites.

Keywords: Jesus. Popular sector. Cognitive perspective. Practical attitude. Popularity.

1. Introducción

Jesús nació y vivió en Palestina, un territorio de la periferia del Imperio romano, en el seno de un pueblo, el judío, cuya cultura era poco valorada por las élites intelectuales y políticas de Roma. Su infancia y primera juventud transcurrió en Galilea, una región tradicionalmente rural a varios días de camino de la ciudad Templo de Jerusalén, centro del poder político local y símbolo de la identidad étnica de Israel. Los datos que poseemos indican que, antes de comenzar su andadura pública, estuvo afincado con su familia en la aldea de Nazaret ganándose la vida como un artesano de la construcción.

Todo esto significa que a los ojos de las minorías en el poder, tanto de Roma como de Palestina, Jesús no tenía ningún derecho a participar ni ninguna posibilidad de integrarse en los reducidos círculos sociales desde donde se decidía el destino de las poblaciones sometidas a su imperio o gobierno. En la medida en que cada grupo humano tiende a ver la sociedad en torno desde su propia perspectiva, y que esta tendencia se acentúa en aquellos cuya tarea es organizar y controlar al conjunto de la población, podemos suponer que dichas minorías habrían asignado al profeta galileo una posición marginal en su visión del mundo social.

Cuando estudiamos el Imperio romano u otras muchas sociedades antiguas dominadas por una minoría en el poder, es fácil caer en el error de imaginar que los valores y criterios de esa minoría coinciden con los de la población general. Este error está sin duda inducido por la desproporción existente entre el número de restos documentales y arqueológicos de una y otra que han llegado hasta nosotros. Desproporción, a su vez explicable por el hecho de que la mayoría de quienes eran capaces de leer y escribir pertenecían o trabajaban para las élites gobernantes, y que la calidad de los edificios y objetos utilizados por estas les ha conferido un plus de durabilidad. Pero ese error también ha sido propiciado por el interés que tienen las clases dominantes de todos los tiempos en hacer que su punto de vista sobre el mundo y la sociedad se convierta en hegemónico. Por tanto no es de extrañar que consideren asocial a cualquier persona que cuestione públicamente, con palabras o con actos, los principios ideológicos que legitiman su poder. El estudio crítico de los testimonios evangélicos no deja ninguna duda de que esta fue precisamente su forma de considerar a Jesús.

Desafortunadamente, y por motivos que luego mencionaré, el interés de los poderosos por negar que Jesús pudiera representar a su entorno social y por catalogarlo, en consecuencia, como un individuo marginal, tuvo eco, desde muy pronto, en el propio cristianismo. Como no podía ser de otra manera, las interpretaciones cristianas de esta supuesta falta de integración social de Jesús han sido despojadas de cualquier connotación que pudiera afectarle de forma negativa, para lo cual ha sido necesario insistir en que fueron las gentes de su entorno las que mayoritariamente le rechazaron.

Este rechazo social supuestamente sufrido por Jesús tendría razones teológicas e históricas. Desde el punto de vista de la teología, habría sido una de las causas concurrentes de su condena a muerte y, por tanto, del acontecimiento salvífico de su resurrección. Desde el punto de vista de la historia, lo que se subraya es que la mayoría de la gente de su entorno no estaba ni moral ni espiritualmente capacitada para entenderle. Aunque las comprensiones tradicional y actual de este rechazo se diferencian en que la primera subraya sus razones teológicas y la segunda insiste más en sus dimensiones políticas y psicosociales, la caracterización de Jesús como un individuo esencialmente incomprendido y casi unánimemente repudiado por sus correligionarios ha sido y sigue siendo tan recurrente, tanto dentro como fuera del ámbito cristiano, que apenas llama la atención.

Los supuestos datos que suelen esgrimirse en nuestros días para sustentarla son fundamentalmente tres:

1. El carácter escandaloso y desconcertante de la enseñanza y la conducta de Jesús, que le habría convertido en un personaje, no solo peligroso para los guardianes del orden social, sino también incomprensible para la mayoría de quienes le conocieron.

2. La fugacidad de su fama entre la gente superficial e ignorante, que solo habría acudido a él movida por el interés y la fascinación que siente típicamente el vulgo hacia todo lo extraordinario.

3. El aparentemente escasísimo número de seguidores comprometidos que habría conseguido reunir; apenas un puñado de idealistas no siempre capaces de captar el alcance y la profundidad de su misión.

Estos supuestos configuran una imagen relativamente coherente aunque, como mostraré a continuación, errada de Jesús, a la que de ahora en adelante denominaré “el mito del Jesús incomprendido”.

Aunque casi ningún estudio académico reciente sobre el Jesús histórico avalaría sin reservas el mito del Jesús incomprendido, su aceptación por parte de los creyentes cristianos, agentes de pastoral incluidos, ha sido siempre muy amplia, entre otras razones por el nada desdeñable hecho de que los propios evangelios canónicos, leídos conjuntamente y de forma acrítica, parecen avalarla.

Pero, antes de entrar en consideraciones de crítica histórica, creo importante señalar que el mito del Jesús incomprendido no es teológica ni políticamente inocuo. Ha sido utilizado para achacar a la totalidad del pueblo judío y a su supuesta incapacidad de comprender el mensaje de amor expresado en la enseñanza y obras de Jesús la responsabilidad por su ejecución. Esta acusación ha sido tradicionalmente esgrimida para justificar el antisemitismo cristiano.

El mito del Jesús incomprendido ha servido y sirve para presentar la condena a muerte del profeta galileo como un malentendido trágico, instigado quizás por la envidia u otros sentimientos mezquinos, pero un malentendido al fin y al cabo, permitiendo así a los fieles cristianos ignorar las implicaciones políticas del mensaje de aquel a quien pretenden seguir. En esta misma línea, ha servido y sirve, también, para promover una interpretación de la figura de Jesús como maestro exclusivamente espiritual a expensas de los testimonios que apuntan a su implicación social y política en la Palestina de su tiempo. Y lo más grave, ha servido y sirve todavía para convencer a la mayoría popular de los seglares que ellos, como las gentes corrientes de la Palestina del siglo i, no están capacitados para comprender las palabras ni las intenciones de Jesús y que, por tanto, necesitan ser siempre instruidos y guiados por otras personas más sabias y entendidas –los doctores, teólogos y pastores de sus respectivas escuelas, iglesias o congregaciones.

El mito del Jesús incomprendido ha contribuido, en fin, a crear un foso de desconocimiento entre la persona histórica de Jesús y las gentes subordinadas, humildes y humilladas de todos los tiempos, en las que de forma natural mejor podría haber resonado su mensaje. De aquí el doble objetivo que tiene este escrito: Mostrar, primero, que la información evangélica donde podría fundamentarse esa imagen no es fiable desde el punto de vista histórico. Argumentar, luego, a favor de un Jesús que, lejos de haber sido incomprensible para la mayoría popular de la que él mismo procedía, recabó de ella la popularidad suficiente para alertar a los poderosos.

En relación con este segundo objetivo, mis argumentos no discurrirán tanto en torno a datos individuales contenidos en los evangelios, cuanto a algunos rasgos generales que se desprenden de dichos textos y que conciernen a la orientación vital, cognitiva y práctica de Jesús y de las gentes que atrajo en torno suyo. La interpretación de estos rasgos en clave psicosocial nos permitirá reconocer a un Jesús accesible, cercano y comprensible para la mayoría popular de la sociedad palestina de su tiempo.

2. Implausibilidad histórica de los datos sobre los que se apoya la imagen del Jesús incomprendido

En los evangelios canónicos encontramos ciertas informaciones que de forma directa o indirecta parecen sustentar la imagen del Jesús incomprendido. Sin embargo, como mostraré a continuación, ninguna de ellas tiene su origen en la tradición más antigua sobre Jesús, sino en las interpretaciones teológicas y elaboraciones narrativas de los autores, redactores o líderes de las comunidades postpascuales.

Uno de los elementos informativos que mejor recrea la imagen del Jesús incomprendido es la escena donde Pilatos pregunta al pueblo qué preso prefiere libere y el pueblo pide la liberación de Barrabás y la crucifixión de Jesús. El texto más antiguo donde se reproduce esta escena es Mc 15,6-15, que tiene paralelos en Mt 27,15-26, Lc 23,18-24 y Jn 18,38b-40.

El sentido de los cuatro textos depende esencialmente de la costumbre, mencionada por Marcos, Mateo y Juan, y presupuesta por Lucas, según la cual, en las fiestas de la Pascua, las autoridades romanas ponían en libertad al preso que la población solicitara. Ahora bien, hasta el día de hoy, la investigación histórica ha sido incapaz de corroborar la vigencia de semejante costumbre en la Judea prebélica gobernada por los romanos. La mayoría de los exégetas neotestamentarios están de acuerdo en que la escena no es históricamente verosímil y que fue inventada por los seguidores post­pascuales de Jesús para rehabilitar ante los romanos el honor de su fundador crucificado y absolverles de la responsabilidad por su muerte, achacándola enteramente a la intervención judía 1.

Lamentablemente, esta escena inverosímil atribuye el rechazo a Jesús, no solo a los círculos de sumos sacerdotes y jefes de familias potentadas de Judea, que probablemente sí apoyaron su prendimiento y condena, sino a la totalidad del pueblo. De este modo, se promueve la idea historiográficamente infundada de que la población de Palestina en general, ma­yoritariamente formada por gente humilde y sencilla, no solo habría sido incapaz de captar el valor de la buena nueva de Jesús, sino que habría compartido el rechazo asesino de las élites judías hacia su persona.

Otras dos constelaciones de datos evangélicos que han contribuido a apuntalar la imagen del Jesús incomprendido son aquellas con la que el evangelio de Marcos construye los argumentos de la incomprensión de los discípulos y del rechazo creciente y progresivo de Jesús por parte de los distintos colectivos que aparecen en el relato –fariseos, herodianos, maestros de la ley, familia, compatriotas, sumos sacerdotes, ancianos y multitud 2. De acuerdo con los análisis literarios e histórico-críticos más recientes, ambas constelaciones y los argumentos que hilvanan proceden de la pluma y los intereses del redactor o compositor, de donde se sigue que su plausibilidad histórica es mínima. Aunque Mateo y Lucas no tienen el mismo interés que Marcos por subrayar la incomprensión de los discípulos, el mero hecho de utilizar el relato marquiano como fuente hace que ambos argumentos queden también reflejados en sus respectivos relatos. Esto, a su vez, contribuye a que el cristiano no experto en técnicas exegéticas, cuya aproximación al mensaje evangélico tiende a fundir la información proveniente de los cuatro evangelios canónicos, proyecte en la historia de Jesús lo que solo refleja los intereses de Marcos.

Dos elementos específicos de la teología promovida por el evangelio de Juan también han servido y siguen sirviendo para sustentar el mito del Jesús incomprendido. El primero es la idea de que las obras extraordinarias realizadas por Jesús, y en virtud de las cuales las muchedumbres acudían a él (Jn 6,2), no tenían como objetivo primordial remediar la falta de salud u otras carencias de la gente, sino ser signos mediante los que revelar la gloria de su filiación divina 3. De aquí el reproche que el Jesús joánico hace al funcionario real (Jn 4,48) –“si no veis signos y prodigios sois incapaces de creer”– o a la gente que ha presenciado la multiplicación de los panes –“Os aseguro que no me buscáis por los signos que habéis visto, sino porque comisteis hasta saciaros” (Jn 6,26). Esta idea típica y exclusiva del evangelio de Juan ha sido utilizada por el pensamiento cristiano de todos los tiempos para atribuir a las muchedumbres históricas que conocieron a Jesús una orientación mental tan puramente utilitarista y primaria que les habría impedido trascender los efectos inmediatos de sus obras extraordinarias y comprender el mensaje profundo al que apuntaban.

El segundo de los elementos aludidos es la función pedagógica atribuida por el cuarto evangelio al Espíritu Santo o Paráclito que Jesús promete enviará a sus discípulos cuando esté de nuevo con el Padre (Jn 16,7). Este “espíritu de la verdad” hará que los discípulos rememoren todo lo que Jesús les ha enseñado en vida y les explicará su verdad completa (Jn 14,26; 16,12-13). Aquí se da por supuesto que, no solo las muchedumbres, sino también los discípulos son incapaces de entender la profundidad del mensaje de Jesús y por eso es necesario que el Espíritu Santo venga tras la Pascua y les revele el significado completo de las palabras y obras de su maestro. Aunque es muy probable que las experiencias extraordinarias postpascuales atribuidas al espíritu modificaran la interpretación dada al mensaje de Jesús por parte de algunos de sus seguidores 4, de aquí no se debería concluir que no se hubiera hecho comprender en vida.

De nuevo, como en los casos anteriores, ninguno de estos dos elementos tiene plausibilidad histórica alguna. Por el contrario, los estudios exegéticos indican que ambas forman parte de las tesis teológicas de alguno de sus redactores o de las comunidades joánicas en alguna fase de su desarrollo y, por tanto, no se pueden atribuir de forma legítima a la vida histórica de Jesús.

Frente a la imagen, insuficientemente fundada desde el punto de vista historiográfico, de un Jesús incomprendido por su entorno social, la popularidad de Jesús que aquí pretendo reivindicar tiene dos aspectos. En primer lugar, su integración en el sector popular de la población de Palestina de su tiempo y, en segundo, la atracción que habría ejercido sobre la mayoría de la gente de dicho sector.

3. Caracterización del “sector popular”, en el que nació y vivió Jesús

Lo popular suele definirse, bien en términos político-sociales, bien en términos culturales. Lo popular, como lo que caracteriza al pueblo y lo popular como lo opuesto a lo “culto”.

A diferencia de lo que ocurre en las sociedades industriales desarrolladas, donde existe una clase media numéricamente considerable con una apreciable capacidad de influencia en la toma de decisiones políticas, las diversas naciones incluidas en el Imperio romano compartían todas ellas una estructura social mucho más simple en la que un estrato abrumadoramente mayoritario de la población estaba política y socialmente subordinado a unas élites de poderosos y ricos que limitaban y controlaban su acceso a los recursos necesarios para la supervivencia. El primero era fundamentalmente población rural y constituía aproximadamente entre un 85-90% de la población total. Las segundas se componían de la aristocracia imperial, las aristocracias provinciales, y algunos individuos o familias extraordinariamente ricos que, a pesar de carecer oficialmente de poder político, tenían poder para influenciarlo.

Aunque también existía un colectivo de población intermedia entre estos dos polos, su importancia numérica era relativamente pequeña y su función social principal consistía en servir de un modo u otro a las élites. Estaba principalmente formado por funcionarios, administrativos prominentes, militares, así como esclavos y libertos de familias aristocráticas.

Según el criterio sociopolítico, el pueblo, en el Imperio romano, estaría constituido por ese estrato mayoritario al que podríamos añadir los miembros menos ricos y poderosos del colectivo intermedio de servidores 5.

Aunque se han propuesto diversos modelos para la estructura sociopolítica del Imperio romano, todos ellos reconocen la existencia de una enorme mayoría popular y una élite dominante muy minoritaria. En lo que fundamentalmente varían es en la relevancia social y económica que conceden al colectivo intermedio, así como en sus diferenciaciones internas. Estas variaciones son, sin embargo, irrelevantes en el caso de Jesús, que aquí nos ocupa, pues todos los datos indican que perteneció a la mayoría popular y ejerció preferentemente su ministerio en el ámbito rural 6.

La definición de lo popular como lo opuesto a lo culto conlleva más sutilezas, pues aunque lo “culto” se refiere indiscutiblemente a lo que la élite sociopolítica tiene por tal, muchos de sus contenidos pueden haber sido creados o ser habitualmente utilizados por personas no pertenecientes a ella, pero que la sociedad también considera cultas. Este era el caso, en el contexto que nos ocupa, de algunos esclavos empleados en la educación de los hijos de familias aristocráticas, de los expertos en las distintas legislaciones imperiales o locales, de los maestros de oratoria, de ciertos filósofos y expertos religiosos y, en general, de los literatos al servicio los poderosos. Todas estas personas se caracterizan por poseer conocimientos teóricos o prácticos que las élites valoran y procuran tener a su disposición. Con mucha frecuencia, la razón de esta valoración es que los conocimientos en cuestión son útiles para el ejercicio del control y del poder. Los ejemplos más claros son la confección de leyes y la aplicación de procedimientos administrativos y judiciales con los que se intenta mantener el orden social querido por los poderosos. Otros casos son más sutiles, como ocurre con la divulgación de determinados sistemas de ideas –religiosas, éticas, cosmológicas, filosóficas, míticas– que sirven para legitimar dicho orden o, al menos, para revestirlo de valor estético y emocional. En el Imperio romano, el conjunto de personas incultas, es decir, las consideradas “no cultas”, abarcaba por lo menos al 80-85% de la población. En las zonas rurales, este porcentaje podría aumentar más de 10 puntos.

Investigaciones recientes sobre religión y cultura popular 7, así como la identificación, por parte del antropólogo social James C. Scott, de algunas de las perspectivas cognitivas asociadas al ejercicio de un poder político centralizador sugieren con fuerza que, en los imperios y estados antiguos, la diferencia entre los sectores cultos e incultos de la población no solo es coherente con la distribución del poder y la riqueza, sino que ilumina muchos aspectos de las diferencias sociales ocasionadas por dicha distribución 8.

Con el fin de incorporar a mis análisis la sensibilidad cultural aportada por estas investigaciones, identificaré al sector popular del Imperio romano como aquella parte mayoritaria de la población integrada por las personas incultas no pertenecientes a la élite gobernante.

La enorme amplitud de este sector nos prohíbe imaginarlo como un colectivo homogéneo. Como los datos aducidos por los estudios sobre cultura popular de R. C. Knapp y J. Toner ponen de manifiesto, los individuos y las familias que lo integraban podían diferir considerablemente entre sí tanto en lo que se refiere a sus medios económicos 9 y estilos de vida, cuanto a lo que atañe a sus intereses políticos y sociales concretos. No obstante, esto no es un impedimento para que, en base a análisis exhaustivos de testimonios antiguos, estos mismos autores consideren legítimo hablar de una “cultura popular” común a la mayoría de esta mayoría popular del Imperio romano.

Mi acercamiento a este sector popular será incluso más general que los de Knapp y Toner, pues me fijaré exclusivamente en aspectos comunes de las perspectivas vitales de sus miembros, particularmente, en los rasgos más generales de su forma de percibir e interactuar con el mundo 10. Rasgos que podemos suponer dependen de la manera cómo la atención y las orientaciones prevalentes de la actividad de la persona humana están ecológica y socialmente configuradas de acuerdo con su modo de existir en el mundo 11.

El factor que de forma más general caracterizaba la existencia de las personas pertenecientes al sector popular del Imperio romano es el escasísimo control que tenían sobre sus vidas en comparación con el que el nivel de conocimiento técnico de su entorno social les habría permitido tener y con el que disfrutaban las élites gobernantes 12. Esta deficiencia comparativa era una consecuencia de su subordinación política, social y económica respecto a dichas élites. El sector popular estaba, en efecto, excluido de la toma de decisiones políticas, tanto a nivel ejecutivo como legislativo y judicial. Las leyes, las dinámicas de distribución de la riqueza, la normativa judicial, la organización fiscal y financiera, y la política militar estaban diseñadas para beneficio de la minoría en el poder. Salvo quienes optaban por subsistir fuera de la ley en parajes agrestes u otras zonas limítrofes con la naturaleza silvestre, el resto del sector popular no tenía otra alternativa que conformar su forma de vida y su actividad productiva a las reglas impuestas por dicha minoría.

Así, por ejemplo, los campesinos que trabajaban en régimen de aparcería o de arrendamiento no tenían plena libertad para cultivar los productos que consideraran mejores para la dieta y la economía familiar, sino que se veían muchas veces obligados a dedicar gran parte de la tierra a cultivos comerciales, bien por deseo expreso del dueño, bien por la necesidad de pagar su renta en dinero 13. Y, en muchos casos, su falta control afectaba incluso a sus propios hijos, que podían ser enrolados a la fuerza en los ejércitos de las élites locales o imperiales.

Aunque es cierto que unos pocos individuos del sector popular hacían suyos los intereses de individuos o familias de la clase dominante y se ponían devotamente a su servicio, la mayoría desconfiaba de los poderosos y de las instituciones mediante las que estos pretendían normalizar la de­sigualdad 14.

Las relaciones interpersonales entre miembros libres del sector popular y del grupo dominante pueden entenderse, casi todas ellas, como relaciones más o menos formalizadas del tipo patrón-cliente 15. En ellas, la parte inferior recibía protección y ciertos beneficios materiales de la parte superior a cambio de su disponibilidad para apoyarla y servirla. Evidentemente, el hecho de que siempre hubiera muchos más candidatos a clientes que patrones accesibles permitía a estos últimos inclinar considerablemente a su favor la balanza de bienes intercambiados. De hecho, en muchos casos, el patronazgo no era sino una forma encubierta de explotación. Sin embargo, para quienes no tenían ningún poder y prácticamente ningún derecho, gozar de la protección de un fuerte frente a otros fuertes y poder pedirle personalmente un favor esperando recibirlo era un privilegio y una de las formas de seguridad más efectivas y valoradas. No obstante, la mayor parte del sector popular estaba fuera de las redes de clientelismo 16.

La falta de control sobre los aspectos o factores importantes de la propia economía se traduce irremisiblemente en precariedad y vulnerabilidad. Los campesinos, por ejemplo, no solo eran vulnerables frente a las adversidades medioambientales, sino también frente a los aumentos de impuestos, rentas o ratios de aparcerías que los gobernantes o los dueños de la tierra podían decidir en cualquier momento. La fábula de Babrio, donde una oveja se queja de que su esquiladora apura tanto el corte que parece que la va a desollar, sugiere que la mayoría de los poderosos extraían de sus subordinados cuanto podían, sin consideración alguna por su bienestar 17. Todo esto colocaba a la mayoría del sector popular en una situación tal de precariedad que el menor contratiempo vital, como la pérdida de una cosecha, la enfermedad de uno de sus miembros, la muerte de un animal de tiro, o el reclutamiento forzoso de un hijo, podía convertir en poco tiempo una familia humilde de agricultores respetables en una banda de mendigos.

4. La perspectiva vital, práctica y cognitiva, del sector popular

La precariedad, la vulnerabilidad y el escaso control sobre la propia vida son los factores que más claramente distinguen y configuran la perspectiva vital desde la que los miembros del sector popular del Imperio romano miran al mundo en torno, discurren sobre su funcionamiento e interaccionan con él.

Esta perspectiva contrasta con la predominantemente adoptada por las élites gobernantes y culturales en su interacción habitual con los pueblos y territorios bajo su mando y que se caracteriza por usar instrumentos de control y coacción solo a ellas accesibles. Dichos instrumentos pueden ser clasificados en dos grandes tipos: en primer lugar, los basados en el poder físico para ejercer la violencia, fundamentalmente a través de cuerpos armados; y, en segundo lugar, los que usan herramientas cognitivas, concretamente, sistemas conceptuales, para imponer sobre las realidades productivas órdenes y clasificaciones que permitan o faciliten su apropiación. Los ejemplos más inmediatos son los sistemas legales y las normativas administrativas, fiscales y judiciales con las que los poderosos se garantizan el acceso privilegiado a las fuentes de riqueza y al trabajo de las personas. Pero también pertenecen a este tipo otros cuerpos sistematizados de conocimiento que, de forma directa o indirecta, sirven para legitimar el orden político y social deseado por las élites gobernantes. Pensemos, por ejemplo, en sistemas jerarquizados de valores, en mitos etiológicos religiosamente acreditados, en prácticas cultuales que presuponen o imponen clasificaciones interesadas de las personas y las cosas…

La perspectiva cognitiva de los miembros del sector popular se caracteriza por la conciencia de su escaso poder para modificar directamente el mundo circundante y la disposición que, por tanto, tienen a probar todas las formas indirectas posibles de influenciarlo. Su valor prioritario no es la construcción de un pensamiento coherente y sistemático, sino el conocimiento práctico de todas aquellas propiedades peculiares del funcionamiento de las entidades o los procesos que puedan redundar o ser manipulables en beneficio propio. De aquí, su disponibilidad para practicar cualquier forma de rito o culto que pueda parecer mínimamente efectivo 18.

La sistematicidad es, por el contrario, uno de los valores máximos del pensamiento elitista 19. Su primera ventaja es que confiere apariencia de legitimidad. Pero además, como James C. Scott ha argumentado con amplitud en las páginas anteriormente mencionadas de su obra Seeing like a state, la simplificación de la realidad que se requiere para poder conceptua­lizarla de forma coherente en un sistema de conocimiento se alinea sin dificultad con el interés de los poderosos por controlarla. Dicho interés exige, en efecto, simplificar la manera de considerar las fuentes de riqueza y la población humana, reduciéndolas a tipos, clases y números. Así, por ejemplo, lo único que un general del ejército quiere saber de una determinada población es el número de jóvenes que de ella puede reclutar; lo único que un administrador quiere saber acerca del territorio bajo su supervisión es la extensión de sus partes cultivables, el tipo de cultivos que crecen en él, cuánto produce y de cuánto puede apoderarse en concepto de tasas o impuestos.

La reducción de la realidad a tipos y números permite incorporarla en argumentos abstractos capaces de justificar decisiones generales lesivas para muchas personas, pero que la gente sencilla es incapaz de rebatir. Estos números, clasificaciones y argumentos simplificadores incorporados en las normas y leyes creadas por las élites pueden, por ejemplo, establecer que asegurar la recaudación de impuestos o el pago de las deudas es más importante para la nación que asegurar una alimentación adecuada a las familias campesinas, o que los recién llegados a la metrópoli no son ciudadanos y, por tanto, no tienen derecho a beneficiarse de la distribución institucionalizada de alimentos. Envueltas en el ropaje de la lógica, la ruina de los campesinos y el hambre de los inmigrantes aparecen como meras consecuencias de un ordenamiento social lógicamente incuestionable.

Frente a la atracción del pensamiento intelectual elitista por lo general y lo sistemático, la aguda conciencia que el sector popular tiene de su propia vulnerabilidad orienta preferentemente su atención hacia lo particular y lo local, de forma especial, hacia las variadísimas circunstancias incontrolables que pueden poner en jaque, de un día para otro, el equilibrio inestable de su vida. De aquí la tradicional demanda de los campesinos de que sus impuestos o contratos de aparcería se ajusten a los vaivenes de las cosechas; de aquí las súplicas de los pobres ante los tribunales para que tengan en cuenta los condicionamientos y las situaciones particulares que hayan podido limitar su ya siempre precaria libertad de acción; de aquí el rechazo visceral de la población rural a las políticas emanadas desde los poderes centrales que, con sus normas y exigencias generales, hacen tabla rasa de los diversos modos como la gente humilde se adapta a las posibilidades locales de la tierra.

La impotencia del sector popular para modificar sustancialmente la realidad mezquina en medio de la cual se esfuerza diariamente por sobrevivir lo hace particularmente sensible a todo cuanto aparece como extra-­ordinario 20, es decir, a todo lo que disloca o contradice el habitual funcionamiento del mundo tal como es conocido o presupuesto en la sociedad de la que forma parte 21. Aunque lo extraordinario puede, ciertamente, dislocar el precario equilibrio de sus formas de vida, también permite albergar la esperanza de que una fuerza superior a la de los dominadores cambie bruscamente y para mejor las cosas. De aquí la atracción de la gente sencilla por la taumaturgia y la magia. De aquí también su casi permanente disposición a esperar, reconocer y apoyar cualquier líder popular o populista que prometa gobernar con una justicia basada, no en leyes sesgadas impuestas por los poderosos, sino en formas populares de solidaridad, compasión hacia el débil y equidad.

La familiaridad de las élites con cuerpos sistemáticos de conocimiento aleja notablemente su perspectiva cognitiva respecto a la de la gente sencilla e iletrada del sector popular. El poder de convicción que deriva de su coherencia interna no solo sirve para legitimar instituciones, sino que, en buena medida, también transforma la visión de la realidad de quienes se han acostumbrado a mirarla a través de dichos cuerpos. El antropólogo David Abram 22 ha mostrado hasta qué punto la mentalidad de la persona letrada que pasa buena parte de su jornada interaccionando con cuerpos sistemáticos de conocimiento y aplicándolos a determinados ámbitos de experiencia acaba proyectando sobre la realidad la simplificación sobre la que se han construido esos sistemas. De este modo, tiende a desestimar como irrelevantes todos aquellos aspectos de la experiencia humana que no quedan recogidos en sus esquemas simplificados.

Esta proyección se refuerza en todos aquellos casos donde la aplicación de los sistemas de conocimiento consigue en mayor o menor grado modelar la realidad de acuerdo a sus conceptos simplificadores. Pensemos, por ejemplo, en un sistema fiscal que clasifica las economías familiares en función de unos pocos parámetros y que luego usa esta clasificación para establecer la cuantía de impuestos que cada familia debe pagar. Al cabo de los años, esta fiscalidad habrá transformado las economías familiares forzando una cierta homogeneidad dentro de cada clase.

La distancia entre la mentalidad configurada por sistemas conceptuales y la del sector popular es también patente en el ámbito de las creencias y prácticas usualmente calificadas de religiosas. En muchas tradiciones culturales existe un cuerpo mejor o peor definido de textos sagrados y un grupo intelectual de expertos que pretende organizar prácticas y creencias de acuerdo con su forma sistemática de interpretarlos. En la medida en que ese grupo sea reconocido como élite cultural y las prácticas y creencias por él organizadas obtengan el patrocinio de los poderosos, tendremos una religión pública sistemáticamente estructurada que despreciará o incluso rechazará la manera como el pueblo sencillo se relaciona espontáneamente con el misterio y lo sagrado, y que de ahora en adelante denominaré religión popular.

A diferencia de la religión de los letrados, la religión popular es ajena a la preocupación por la sistematicidad. Aunque sus prácticas y creencias apelan muchas veces a las mismas tradiciones recogidas y estudiadas por esos expertos, sus adeptos no tienen problema alguno en reinterpretarlas y engrosarlas con elementos externos dispares, si con ello pareciera poder ampliarse sus usos o beneficios 23.

Lo que diferencia esencialmente estos dos modos de afrontar lo sagrado es la actitud cognitiva que en uno u otro predomina: el modo sistemático y la intención legitimadora del propio sistema religioso y del orden social, en un caso, el modo experimental y la búsqueda de ayuda sobrehumana y poderes extraordinarios, en el otro. El modo experimental que caracteriza la religión popular la asimila en muchas de sus manifestaciones a lo comúnmente conocido como magia. El modo sistemático que caracteriza a la religión de los letrados la emparenta con la filosofía.

Aunque nuestra cultura científico-técnica tiende a despreciar la religión popular y la magia, la lógica de la coevolución biológica y cultural humana sugiere que la actitud cognitiva a ellas subyacente resulta especialmente adaptativa en aquellos ámbitos de la experiencia que están totalmente fuera de nuestro control. Evidentemente, el ámbito de lo no controlable es muy variable y depende, no solo del desarrollo tecnológico de cada sociedad, sino también del acceso que los distintos grupos o individuos tengan al conocimiento y al uso del mismo.

En la sociedad moderna occidental, donde la ciencia y la tecnología han conseguido que la mayoría de nosotros vivamos en ambientes casi totalmente artificiales, donde prácticamente todo funciona en conexión con o subordinado a mecanismos tecnológicos, es fácil caer en la tentación de definir la realidad como aquello que es objeto de conocimiento científico y, por tanto, objeto potencial de control tecnológico.

Desde esta posición solemos tachar de primitiva e irracional cualquier forma no científica de interaccionar con el entorno. Debido a nuestra inmersión habitual en la realidad científico-técnica tenemos incluso dificultad en reconocer los límites inherentes al conocimiento científico. Unos límites que no dependen de su desarrollo temporal o histórico, sino de la perspectiva necesariamente selectiva y reductora desde la que la ciencia mira los fenómenos. No obstante, si consideramos sin prejuicios el conjunto de nuestra experiencia vital, incluso nosotros somos capaces de reconocer que, una vez ejecutados todos los mecanismos de control técnico posibles sobre cualquier proceso de interacción con el mundo en el que nos hallemos involucrados, siempre queda un ámbito indeterminado de posibilidades impredecibles.

Aunque cultivemos nuestro campo con las semillas, los abonos y los procedimientos científicamente más adecuados para el clima y la tierra del lugar, siempre habrá múltiples factores incontrolables, a veces hasta inimaginables, que pueden malograr la cosecha. Aunque nos hayan operado con la mejor técnica quirúrgica en condiciones hospitalarias óptimas, siempre existe la posibilidad de que la recuperación no sea exitosa. Y sabemos perfectamente que estos resultados indeseables o deficientes pueden producirse sin que haya habido ningún error en el control humano de los procesos. Por eso seguimos hablando con toda naturalidad de “tener suerte” y seguimos expresando en voz alta nuestro “deseo” o “esperanza” de que la cosecha o la convalecencia sean buenas. Y quienes creen en agentes sobrehumanos capaces de intervenir en el mundo los invocan, no para que suplanten a la técnica, sino para que les hagan propicio aquello que la técnica no controla.

En las sociedades dominadas por Roma, donde la técnica era muy limitada y especialmente entre los miembros del sector popular, a quienes los poderosos habían arrebatado el control sobre la propia vida, el ámbito de lo impredecible era inmenso y la experiencia de impotencia frente a él era un rasgo constitutivo del imaginario cultural vigente. En un contexto así, donde la experimentación metódica y controlada que caracteriza al actual conocimiento científico de la naturaleza es inviable, es adaptativamente más ventajoso priorizar la acumulación de conocimiento experiencial, propio o transmitido, aunque sea de forma asistemática e incoherente, a confiar en elucubraciones conceptuales, por muy bella y clara que sea su lógica interna.

Ciertamente, la inclinación a acumular conocimiento experiencial no contrastado de forma metódica y controlada puede favorecer una credulidad excesiva, pero a la hora de subsistir en un medio impredecible es mejor tener en cuenta el mayor número de posibilidades imaginables que actuar rígidamente siguiendo una concepción excesivamente simplificada de las cosas 24.

Por tanto, cuanto más impotente se sienta un grupo humano frente al medio natural y social que lo rodea, más fuerte será su tendencia al eclecticismo, a la adopción indiscriminada de cualquier creencia o práctica ritual que tenga visos de ser útil y a la invocación de cuantos agentes sobrehumanos sean hipotéticamente capaces de ayudarle en su lucha constante por la supervivencia.

Asimismo, la conciencia de no saber ni controlar lo que puede acaecer en el futuro más inmediato, junto con la casi constante experiencia de sufrir necesidad, dota al pobre impotente e iletrado de una sensibilidad muy aguda para detectar cualquier posible indicio de lo extra-ordinario –cualquier ser o fenómeno que parezca poder cambiar la negrura del destino presente en un bien inesperado.

Para los gobernantes y los letrados, acostumbrados a imponer sus decisiones y a intervenir eficazmente en el mundo social, lo extra-ordinario, con su capacidad de desbaratar planes representa un problema y es casi siempre un estorbo 25. Para los pobres, que ni siquiera pueden hacer planes, es la única esperanza.

El interés dispar que los poderosos y sus clientes, por un lado, y el sector popular, por el otro, tienen ante lo extra-ordinario engendra actitudes y dinámicas socioculturales antagónicas 26. Los poderosos y sus clientelas procuran ordenarlo y controlarlo asociándolo al sistema ético-religioso con el que legitiman el orden social promovido desde su propio gobierno. Esta asociación descansa antes o después en la interpretación de los efectos beneficiosos o perjudiciales de lo extraordinario en términos de retribución moral. Es decir, los acontecimientos o experiencias extraordinarias beneficiosas para una persona o grupo son entendidos como premios dispensados por la(s) divinidad(es) protectora(s) a quienes supuestamente los han merecido, mientras que los acontecimientos o experiencias extraordinarias perjudiciales lo son en términos de castigo. Esta forma de interpretar las cosas predispone a las personas a valorar los acontecimientos imprevisibles en relación con su capacidad para reforzar o dañar ese orden social, y a buscar las causas de los mismos en el cumplimiento o incumplimiento de las normas morales que lo legitiman. En suma, funciona como un mecanismo de refuerzo del status quo impuesto por los poderosos.

Los miembros del sector popular, por su parte, tienden a desvincular las manifestaciones de lo extra-ordinario del sistema ético-religioso promovido por los poderosos, del que raramente reciben aprobación moral. Las gentes pobres y humildes no tienen dificultad en admitir que el mundo, el conjunto de lo que existe, es complejo, en muchas ocasiones misterioso, y que las más de las veces se resiste a ser ordenado por la inteligencia o la praxis humana. Desde esta actitud, buscan en cada caso la interpretación más ventajosa y no tienen escrúpulos para reconocer, e incluso dar culto, a entidades sobrehumanas (dioses, espíritus etc.) ajenas al sistema religioso oficial.

Uno de los ejemplos más claros y más importantes para el estudio del Jesús histórico es el fenómeno de la posesión espiritual negativa, es decir, aquellas dolencias que comportan conductas descontroladas perjudiciales para el orden social y que se atribuyen a la intervención de un espíritu o agente suprahumano. Las élites y los letrados a su servicio interpretan las posesiones negativas bien como un castigo divino, bien como el efecto de un maleficio, dependiendo de que la víctima y sus allegados sean extraños o afines. La gente pobre y sencilla, por su parte, las atribuye a espíritus caprichosos que actúan sin criterio moral alguno y se involucra espontáneamente en el desorden que generan como expresión de protesta contra el orden social vigente, un orden opresor que suele ser, en buena medida, responsable de la propia dolencia 27.

La esperanza en que lo extra-ordinario pueda mejorar el estado de cosas fundamenta también la atracción irresistible que siente el sector popular, no solo hacia taumaturgos, exorcistas y magos, sino también hacia quienes, exhibiendo una confianza fuera de lo común, desafían al poder establecido que tiene secuestrado su futuro. Cuanto más fuerte es la tenaza legal y policial con la que las élites mantienen la maquinaria social que les perpetúa en el poder, más extraordinario será a los ojos del pueblo sometido el valor de quien se enfrenta a ella. De aquí la disposición de la gente corriente a reconocer en muchos de sus líderes cualidades divinas o a creer que han sido especialmente elegidos y enviados por los dioses.

5. El carácter popular del mensaje y el liderazgo de Jesús

Lo que, por una parte, sabemos sobre el origen de Jesús, que creció en una aldea de Galilea, trabajó durante su primera juventud como artesano de la construcción y no dejó una sola línea escrita, debería ser suficiente para convencernos de su extracción popular 28. Es más, aunque no perteneciera por profesión al grupo popular mayoritario de los campesinos, el hecho de haber sido criado en el medio rural tuvo que dotarle necesariamente de una perspectiva vital parecida, en muchos aspectos, a la del campesinado.

Lo que, por otra, sabemos sobre su muerte, que fue formalmente condenado por las autoridades romanas a la pena capital destinada a los rebeldes 29, debería considerarse prueba suficiente de la popularidad de su liderazgo. Pues, es claro que, de haber tenido solo un puñado de seguidores, su caso no habría sido considerado merecedor de semejante actuación judicial 30.

En lo que sigue apuntalaré estas conclusiones mediante algunas evidencias relativas a las perspectivas cognitivas y prácticas de Jesús y los destinatarios de su actividad pública; unas perspectivas que, como anteriormente anuncié, resultarán ser significativamente coherentes con la que hemos visto caracterizaron al sector popular del antiguo imperio romano.

En primer lugar quiero llamar la atención sobre la manera como la predicación y la actividad sanadora y exorcista aparecen unidas en los episodios sinópticos donde se narra el envío de los discípulos.

En Q 10,8-9 leemos: “Y en la ciudad en que entréis y os reciban comed lo que os pongan y curad a los enfermos que haya en ella y decidles: el reinado de Dios ha llegado a vosotros” 31.

En Mc 3,14-15: “Designó entonces a doce, a los que llamó apóstoles, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios”.

En Mc 6,7: “Llamó a los doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos”.

La consideración que en estos textos reciben la predicación y la actividad terapéutica, en la que se incluyen los exorcismos, es la misma. No hay ningún indicio de que las sanaciones y la expulsión de espíritus malignos sean un mero instrumento para atraer a la gente y darle así la oportunidad de oír el mensaje.

La controversia sobre el origen del poder exorcista de Jesús (Mt 12,22-28; Lc 11,14-20) liga de una forma todavía más estrecha la venida del reinado de Dios y el éxito de los exorcismos 32. Ante la acusación de que expulsa a los demonios con el poder del príncipe de los demonios, Jesús responde:

“Si yo expulso los demonios con el poder de Belcebú, ¿con qué poder los expulsan vuestros hijos?... Pero si yo expulso a los demonios con el poder del espíritu de Dios, es que el reinado de Dios se os ha echado encima”.

Para Jesús y sus seguidores, el poder de sanar y exorcizar es una manifestación y una consecuencia de la llegada del reinado de Dios 33. La gente sencilla, por su parte, cree y acoge con interés y gozo este reinado de Dios porque, entre otras cosas, soluciona de forma extra-ordinaria sus dolencias. Ni unos ni otros consideran que en esta confluencia entre el reconocimiento de la manifestación divina y el interés por la salud haya algo bajo de lo que avergonzarse.

Aunque las dolencias, entre las que se cuentan los efectos de posesiones espirituales negativas, son uno de los tipos de experiencia humana que, de forma general, más claramente nos obliga a tomar conciencia de nuestra impotencia, en el antiguo Imperio romano, la vulnerabilidad del sector popular frente a ellas era inmensamente mayor que la de la minoría potentada 34. La gente humilde no podía permitirse dejar de trabajar, pagar a un médico experto, trasladarse a un centro de salud (santuarios que funcionaban también como hospitales) o tener un cuidador a su servicio. Pero además, estaba mucho más expuesta a las enfermedades infecciosas y de desarrollo debido a su alimentación deficiente y a la falta de medios materiales para mantener una higiene adecuada.

En estas condiciones, no es extraño que la recuperación de la salud fuera uno de los mayores bienes que un miembro doliente del sector popular podía anhelar y uno de los ordinariamente menos asequibles. Por eso, la gran atracción que, según todas las fuentes, ejerció el Jesús exorcista y sanador sobre las multitudes es perfectamente coherente con la mentalidad y perspectiva cognitiva que hemos visto caracteriza al sector popular. Se trata, en efecto, de la atracción hacia un personaje que controlaba lo que para ellos era totalmente incontrolable y, por otra parte, de vital importancia 35. De ahí que la gente corriente no tuviera grandes problemas en reconocer la existencia de algún tipo de relación especial de Jesús con el Dios de Israel, del que recibiría sus poderes extraordinarios (Mc 1,27). Los términos con los que se pudiera expresar el papel de Jesús en dicha relación –profeta, mesías, hijo de Dios etc.– serían sin duda mucho más preocupantes para los letrados, siempre atentos a salvaguardar la sistematicidad de su pensamiento frente a cualquier acontecimiento más o menos novedoso, que para las masas de gente inculta congregada en torno al terapeuta galileo.

Si la atracción hacia los exorcismos y sanaciones extraordinarias refleja la perspectiva cognitiva popular de la gente que rodeaba a Jesús, el hecho de que este evitara interpretar las dolencias en términos de retribución moral refleja la mentalidad popular del propio Jesús. En efecto, entre los numerosos relatos de sanaciones y exorcismos que los evangelios canónicos atribuyen a Jesús, solo en dos, la sanación del paralítico narrada en los sinópticos (Mc 2,1-12 y par.) y la del inválido de la piscina de Betesda, narrada por Juan (Jn 5,1-15), encontramos referencias a los pecados de los sanados. Dejando al margen la cuestión de si estos relatos son o no históricamente plausibles, es no obstante significativo que en ninguno de los dos se establece una relación de causalidad clara entre pecado y enfermedad. De hecho, es posible percibir en ambos una burla implícita a semejante interpretación de las cosas. Así, la estrategia utilizada por el Jesús sinóptico de perdonar primero los pecados del paralítico y demorarse un poco para sanarlo –hasta que los letrados se escandalizaran en su interior– no solo prueba que tenía poder para hacer ambas cosas, sino también que un enfermo puede estar limpio de pecado y seguir padeciendo su enfermedad. Por su parte, aunque el Jesús joánico advierte al hombre que acaba de sanar de que si vuelve a pecar podría pasarle algo peor, es claro que la idea de pecado a la que Jesús se está aquí refiriendo no puede coincidir con la del sistema ético-religioso del judaísmo vigente. La razón es que dicho sistema prescribe el descanso sabático y Jesús, al ordenar a su paciente cargar con la camilla, le ha inducido intencionadamente a violarlo.

Otro rasgo de la figura sinóptica de Jesús que refleja una mentalidad claramente popular es su desinterés por el pensamiento y la argumentación sistemática. Para desdicha de los moralistas cristianos de todos los tiempos posteriores, sus propuestas éticas no forman un cuerpo coherente de normas, sino que son, más bien, ejemplos de conductas geniales (extra-ordinarias) capaces de salvar a una persona concreta o transformar radicalmente su actitud, pero poco compatibles con la idea de una sociedad globalmente reglamentada que los gobernantes y letrados se afanan por implementar y mantener.

Jesús rechazó las injusticias de la sociedad en la que vivía, pero no se preocupó por diseñar un sistema ético-legal alternativo con el que intentar hacerla funcionar de otra manera. Su enseñanza moral presupone una noción popular intuitiva de justicia que, lejos de buscar legitimación en la generalidad y coherencia de sus normas, incluye como factores esenciales la discrecionalidad y la generosidad extra-ordinaria para con los débiles. Es una justicia que antepone la comprensión compasiva de los casos particulares, de sus necesidades y condicionamientos, al cumplimiento estricto de las reglas exigido por la concepción sistemática de la ley y su aplicación, típica de los letrados.

Así pues, podemos conjeturar que la misericordia graciosa hacia los débiles, uno de los rasgos que el cristianismo de todos los tiempos ha considerado más propios de Jesús, fue también uno de los rasgos que mejor expresan el carácter popular de su mentalidad y que mayor popularidad le otorgaron.

Esta noción popular de justicia que Jesús parece haber encarnado no solo es ajena a los ideales cognitivos y organizativos de la élite cultural, sino que también refleja la profunda desconfianza que el sector popular siente hacia las prácticas legales y judiciales diseñadas desde los centros de poder.

Como el Jesús mateano (Mt 5,25-26) y el legendario esclavo Esopo atestiguan 36, la sabiduría popular daba por hecho que las normas elaboradas por los letrados al servicio de la clase gobernante estaban sistemáticamente sesgadas a favor de los poderosos y que, por tanto, siempre era mejor llegar a un acuerdo personal con un querellante, o renunciar incluso a interponer una denuncia, que acudir a los tribunales.

Los datos estudiados por los historiadores corroboran que, en todas las naciones integradas en el Imperio romano, la gente humilde encontraba enormes obstáculos a la hora de denunciar abusos o de probar su inocencia en una querella contra alguien superior. Algunos de estos obstáculos eran estructurales, como el trato diferenciado que las mismas leyes daban a las personas según su estatus social. Otros muchos eran, sin embargo, de naturaleza puramente práctica, consecuencia de una estratificación social que reservaba de forma exclusiva a las élites el acceso directo a cualquier recurso o beneficio, incluida la justicia, y solo permitía su ulterior circulación a través de las redes de clientelismo patrocinadas por los poderosos 37.

En un contexto semejante, un individuo humilde sin patrones ni siquiera podía esperar conseguir audiencia con un juez, menos aún, que se le hiciera justicia frente a un poderoso. La conciencia clara que de esta circunstancia tenía el sector popular está sutilmente atestiguada por la propia tradición sobre Jesús en la parábola de Lc 18,1-5, donde se encomia la tenacidad de una viuda en su petición insistente de justicia ante un magistrado. Aunque de este magistrado concreto se nos dice que no temía a Dios ni respetaba a los hombres, el valor pedagógico de la parábola descansa sobre el presupuesto implícito de que su actitud no era en absoluto excepcional entre los jueces.

Por eso, las personas pertenecientes al sector popular confiaban más en la posibilidad, ciertamente remota (extra-ordinaria), de que un juez recto o un rey justo llegara alguna vez al poder y atendiera el clamor de los pobres, a que el sistema legal y judicial vigente les hiciera realmente justicia 38. Encontramos manifestaciones claras de este anhelo y de la situación negativa que lo alimenta en algunas tradiciones populares entretejidas en el texto bíblico, así como en otros escritos que, sin ser originalmente populares, se dirigen al pueblo buscando su aprobación. Destaco aquí algunos textos proféticos y de los Salmos donde se ensalza la justicia del rey o juez esperado, y otros donde, a falta de un gobernante justo, el orante pide justicia al mismo Dios.

Ay de los que decretan decretos inicuos y redactan con entusiasmo normas vejatorias para dejar sin defensa a los débiles y robar su derecho a los pobres de mi pueblo; para que las viudas se conviertan en sus presas y poder saquear a los huérfanos […] tendréis que ir doblegados al destierro o caer entre los muertos (Is 10,1-2.4).

“Porque él (el rey esperado) librará al pobre que suplica, al humilde que no tiene defensor; tendrá piedad del pobre desvalido, y salvará la vida de los pobres. Los librará de la violencia y la opresión” (Sal 72,12-13).

“¿Acaso podrá apelar a Ti (Señor) un tribunal corrompido que dicte sentencias injustas valiéndose de la ley? (Sal 94,20).

En este contexto vital de subordinación, precariedad e impotencia donde no faltaba, como hemos visto, una tradición religiosa popular capaz de iluminarlo, podemos entender perfectamente la esperanza del pueblo sencillo de Palestina en que el Jesús que les hablaba de la misericordia del Padre, se compadecía de los pobres y probaba con sus actos terapéuticos y taumatúrgicos tener el respaldo de Dios pudiera convertirse en ese juez o gobernante divinamente elegido para “confundir a los soberbios de corazón, derribar del trono a los poderosos, colmar de bienes a los hambrientos y despedir a los ricos vacíos” (Lc 1,51-53).

Al contrario de lo que presupone la imagen del Jesús incomprendido, no podemos afirmar que estos anhelos populares se basaran en una interpretación totalmente errada del profeta galileo o que este hubiera sido indiferente a lo que la gente esperaba de él.

Como el último dicho del documento Q, que podemos clasificar como un anuncio profético, sugiere, la aspiración a ejercer como jueces justos para el pueblo sencillo pudo no ser totalmente ajena ni a Jesús ni a sus más cercanos seguidores. En él, Jesús anuncia o promete a “vosotros, los que me habéis seguido […] que os sentaréis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Q 22,28.30) 39.

La antigüedad del dicho y el hecho de que la profecía en él anunciada haya quedado incumplida apoyan la hipótesis de que se trata de un dicho auténtico de Jesús o de una expresión cercana a palabras efectivamente pronunciadas por él. La única manera de obviar esta interpretación es suponer, como implícitamente supone el mito del Jesús incomprendido, que cuando Jesús hablaba de temas con implicaciones políticas o sociales se estaba, en el fondo, refiriendo a acontecimientos trascendentales futuros o a cosas puramente espirituales que el vulgo, supuestamente, no habría sido capaz de entender.

6. Conclusión

Apoyándonos en los análisis de Scott podemos decir que el esfuerzo de las élites dominantes del pasado por convertir en hegemónica la ideología que legitima su poder puede engañar fácilmente al historiador, pero casi nunca alcanza realmente su objetivo 40. En la mayoría de los casos, entre los que se encuentra el Imperio romano, el sector popular mantiene y recrea subculturas propias que difieren y en muchas ocasiones resisten el esfuerzo de sus dominadores por imponer la suya 41.

Por eso es perfectamente coherente afirmar que Jesús fue un individuo marginal para la élite minoritaria en el poder, pero que, al mismo tiempo, estuvo plenamente integrado en el sector popular mayoritario del que procedía. Aunque hubo, seguramente, personas de este sector que se opusieron al proyecto de Jesús o que, en algún momento, mudaron su fidelidad en indiferencia o incluso rechazo, no es legítimo decir que estas actitudes negativas puedan atribuirse de forma general a una falta de entendimiento, sino, más bien, al miedo, a una relación clientelar con algún poderoso u otros conflictos de intereses (Mc 4,13-20).

De acuerdo con los argumentos esgrimidos y en oposición a lo que sostiene el mito del Jesús incomprendido, es plenamente razonable pensar que Jesús tuvo motivos reales para alabar a Dios en los términos expresados por uno de los dichos más antiguos y más provocadores de la entera tradición sinóptica:

Te doy gracias, Padre, señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los sencillos” (Mt 11,25b//Lc 10,21b).

Los sabios y prudentes son los letrados y expertos en leyes que habitualmente trabajaban al servicio de los poderosos. Los sencillos, la gente corriente y sin letras, esa mayoría popular que sobrevivía día a día sin apenas control sobre su mañana.

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[recibido: 24/04/20 – aceptado: 06/07/20]


1 TheissenMerz, El Jesús histórico, 513

2 Guijarro, Los cuatro evangelios, 220-221; Rhoads – Dewey – Michie, Mark as story, 73-97.

3 Vidal, Los escritos originales 16-19.

4 Miquel, “Experiencias religiosas extraordinarias”, 43-48.

5 Esta caracterización sociopolítica de “pueblo” coincide con el estrato inferior de la población, en la terminología y el modelo de Stegemann Stegemann, The Jesus movement, 15-95.

6 La caracterización sociopolítica de las comunidades cristianas urbanas sí es sensible al modelo social y económico utilizado para caracterizar al colectivo intermedio. Para una discusión del tema, véase Miquel, ¿Qué se sabe del Nuevo Testamento desde las Ciencias Sociales?, 229-236. Para una propuesta de modelo bien diferenciado, véase Oakes, “Constructing Poverty Scales for Graeco-Roman Society”, 367-371.

7 Knapp, Unvisible Romans, 16-34; Stowers, “The religion of plant and animal offerings versus de religion of meanings”, 35-56; De H. Gudme, “Modes of Religion”, 77-90.

8 Scott, Seeing Like a State, 9-84.

9 Oakes, “Constructing Poverty Scales for Graeco-Roman Society”, 367-371.

10 Aquí entiendo la cultura popular no como un conjunto de productos culturales, sino como la perspectiva del sector popular sobre el mundo. Para un análisis crítico de la primera forma de entender la cultura popular, véase Parker, “Toward a Definition of Popular Culture”, 147-170.

11 Ingold, The Perception of the Environment, 409.

12 Morgan, Popular Morality, 46.

13 Scott, Against the Grain, 128-137.

14 Morgan, Popular Morality, 55.

15 Malina Rohrbaugh, Los evangelios sinópticos, 399-404; Miquel, Qué se sabe de, 145-165.

16 Toner, Popular Culture, 4, 46.

17 Esopo Babrio, Fábulas de Esopo, nº 51.

18 Nogueira, El cristianismo primitivo, 56, 59, 63-66.

19 Morgan, Popular Morality, 337, subraya el carácter ideal, teórico y sistemático de las éticas filosóficas antiguas en comparación con el carácter práctico de la moral popular.

20 Knapp, Invisible Romans, 16-21.

21 Miquel, “Marco teórico”, 126-131.

22 Abram, The Spell of the Sensuous; Miquel, “Marco teórico”, 126-131.

23 Toner, Popular Culture, 41.

24 Toner, Popular Culture, 52-53.

25 Scott, Seeing Like a State, 9-84.

26 Para el análisis de esta diferencia en el caso de la posesión espiritual ver: Lewis, Ecstatic Religion.

27 Lewis, Ecstatic Religion, 100-126.

28 Stegemann Stegemann, The Jesus movement, 90.

29 Tácito, Ann 15.44.

30 Fiensy, “Leaders of Mass Movements”,14-16.

31 Asumo la existencia de Q, es decir, de una fuente de dichos común a los evangelios de Mateo y Lucas, pero ausente en el de Marcos. Robinson Hoffmann Klop­penborg, El document Q, 133-134.

32 Miquel, “How to Discredit”, 187-206.

33 Miquel, “La lógica antropológica de los exorcismos de Jesús”, 75-95.

34 Toner, Popular culture, 14, 22.

35 Lanternari, Movimientos religiosos de libertad y salvación, aporta gran cantidad de ejemplos procedentes de la historia colonial y poscolonial en que la atracción popular ejercida por un taumaturgo se convierte en el origen de un movimiento religioso.

36 Toner, Popular Culture, 166. Esopo Babrio, Fábulas de Esopo, nº 227.

37 Knapp, Invisible Romans, 34-36.

38 Sobre la tendencia hacia el mesianismo entre poblaciones que intentan evitar el control del estado: Scott, The Art of Not Being Governed, 283-323.

39 Robinson Hoffmann Kloppenborg, El documento Q, 200-201.

40 Scott, Domination and the Arts of Resistance, 82-85.

41 Toner, Popular Culture, 163.